En esa escena final, en la que Souleymane cuenta a una funcionaria de extranjería un relato que puede abrirle las puertas del asilo político, la película deja al descubierto las violencias que, me temo, nos resistimos a mirar desde nuestra atalaya de europeos privilegiados. Y la fuerza de esa escena, que se mueve entre el rostro de la entrevistadora y el del guineano que se sabe en los márgenes, cobra un vuelo muy alto porque la interpretación de Abou Sangaré, que no es un actor profesional, nos transmite, encarnada, la verdad de sus heridas abiertas, de su vida de maltratos y pobreza, de sus sueños por cumplir. Es imposible no reconocer la humanidad en la ternura con la que Sangaré nos lleva a su biografía - emocionante la conversación que por teléfono tiene con la novia que sigue en Guinea y a la que le dice que mejor se case con el pretendiente que se ha acercado a ella en su ausencia - y a descubrir en su piel tantas cicatrices sin cerrar.
La historia de Souleymane, que es la historia de tantos y de tantas, que se multiplica en dolor cuando son las mujeres quienes la protagonizan, nos desvela hasta qué punto estamos construyendo una fortaleza que nos permite, muralla adentro, regodearnos en el cinismo de unos derechos humanos que son un traje hecho a nuestra medida. Un traje que necesita unos excluidos para coserlo, remendarlo y sostenerlo cuando nuestro cuerpo privilegiado se expande en busca de la satisfacción de nuestros deseos que hemos acabado creyendo derechos. Sin duda, el más absoluto fracaso de ese horizonte que podríamos identificar con "derecho a tener derechos" de Hannah Arendt.
Es imposible ver esta película, por más que, insisto, hallamos visto recientemente historias similares en la pantalla, sin sentir un pellizco retorcido en nuestro ombligo de europeos. Esos que un sábado por la noche, tan ricamente sentados delante de la tele, pedimos una pizza en la confianza de que nuestro deseo será fielmente cumplido. Gracias a una cadena de servidumbres, de la que no somos consciente, y a la que no ponemos rostro. El rostro de Souleymane. El que, como si fuera un espejo, nos devuelve nuestro vergonzante rostro de felices europeos.
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