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LA BUENA LETRA. Ana sí.

 


Hay en el cine de Celia Rico – Viaje al cuarto de una madre,  Los pequeños amores – una querencia por retratar lo íntimo, esos espacios – tradicionalmente tan femeninos – en los que discurre la vida con sus playas y oleajes. Su mirada persigue siempre todo aquello que nos ayuda a construir un relato con ayuda de los sentidos. Así, en sus películas, es fácil sentir incluso el tacto de los tejidos o el olor de las comidas. Hasta los silencios tienen en sus historias sabores que nos ayudan a endulzar los días y que, en otras ocasiones, nos agrian el paladar y las entrañas. A través de ese bisturí delicado pero que tiene una punta muy aguda, Rico sabe desentrañar como nadie los vínculos afectivos, las tensiones amorosas y toda esa telaraña de verdades y mentiras que acaba sosteniendo cualquier relación. Algo que en sus dos primeros largometrajes le permitió ofrecernos un retrato hondo y complejo, pese a la aparente sencillez con la que lo vimos en pantalla, de la relación madre-hija.

 

En La buena letra da un paso hacia adelante, y a partir del material literario del siempre agudo y triste Rafael Chirbes, consigue su obra más completa ya que en ella no solo nos ofrece un fresco de un lugar y de un período concreto – la Valencia de la posguerra- sino que a través de las relaciones entre dos hermanos y sus respectivas mujeres nos está contando todas esas enredaderas que se forjan entre vidas atravesadas por el dolor y la miseria. Un itinerario que surca de manera singular el cuerpo y la vida de las mujeres, sostenedoras de la vida y sin embargo siempre víctimas multiplicadas en los conflictos y en todos los órdenes que anulan libertades. De nuevo detectamos en la pantalla esos rasgos tan peculiares de la directora y que aquí nos permiten sentir la pobreza y las angustias del momento – esas cáscaras de naranja, las comidas escasas que saben a cielo, la ropa remendada, el jabón hecho con aceite, las velas y la luz mínima -, al tiempo que nos vamos adentrando en las entrañas del personaje central, una Ana que pareciera ser pariente de la otra Ana inventada por Agustín Gómez Arcos en su novela Ana no y que es, y que son, el dibujo fiel de tantas mujeres que en aquellos años tuvieron tanto que pelear y se vieron obligadas a construir sus vidas a base de renuncias y sueños interrumpidos. Las mujeres de negro de Josefina Aldecoa y las que yo alcancé a descubrir en el cuerpo maltrecho de mi abuela Carmen y en las aspiraciones sin cumplir de mi abuela Rita. Admiradoras ambas de mi buena letra, tan femenina y tan máscara.

 

Lo más revelador, y emocionante, del relato de Chirbes del que Rico ha hecho una lectura feminista y mucho más honda, es cómo a través del arco de relaciones que se establecen entre Ana y el resto de los personajes – su marido Tomás, su cuñado Antonio , la mujer de éste, Isabel - , asistimos a la tragedia de unas vidas que se sostienen sobre los engaños y los afectos precarios, sobre los sueños imposibles y el difícil equilibrio que supone navegar entre la honradez y la supervivencia. La buena letra, que según Chirbes es el disfraz de las mentiras, se traduce en unos personajes que representan ese nudo de contradicciones y esperanzas que tan difícil es de desatar en condiciones de oscuridad y miseria. Así lo comprobamos en los dos hermanos que parecen alumbrar los pilares de esas inevitables dos Españas, y a los que dan vida unos ajustados Roger Casamajor y Enric Auquer, pero sobre todo en el abanico que se abre entre el ancla terrenal que representa Ana (una  Loreto Mouleón que deslumbra con una interpretación en la que todo su ser, desde la mirada a los movimientos de su cuerpo, consigue encarnar el desfiladero por el que camina) y la esperanza de otra mujer posible y futura, la Isabel a la que Ana Rujas otorga un punto de arrogancia y fragilidad que hace que la veamos entre la admiración dubitativa y la compasión ante todo lo que también como mujer atesora en su cuerpo subordinado. Entre ambas, el pasado que representa la abuela que observa y apenas habla, pero que se mantiene como un mástil que nos recuerda de dónde venimos, y la hija de Tomás y Ana en la que nos gustaría vislumbrar otro futuro posible, más allá de su traje blanco de comunión con el que parece una novia imaginada por Víctor Erice. El que apuntan las ventanas abiertas por la radio, los sueños del cine en blanco y negro, las promesas de saber leer y escribir. 

 

La buena letra es una de esas películas que te perturban y te conmueven desde la apuesta ética y estética de una creadora que parece empeñada en mirar en los recovecos más profundos de los frágiles humanos que somos. Sabedora de que en las alacenas de las mujeres habitan secretos y mentiras, silencios y soledades, que no dejan de contarnos historias de supervivencia. La que, ojalá, en ese final lento y casi estático con el que Rico cierra su relato, sea atravesada por el sol que Ana atesora en el pecho para convertirse en un horizonte de posibilidad. 


Publicado en el blog Quién teme a Thelma y Louise de Cordópolis 

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