“Todos los hombres se han vuelto idiotas en la guerra”, dice una de las mujeres que en un pueblo de los Alpes italianos sobreviven con humildad y que la directora de Vermiglio ha convertido en escenario de, según sus propias palabras, una historia que es la de “todo un mundo en guerra”. Aunque la italo-argentina Maura Delpero ha confesado que el guion de la película está inspirado en su propia familia, el relato que nos ofrece va más allá de un lugar y de una época concreta, el final de la segunda guerra mundial, para convertirse en una historia sobre los vínculos familiares y sobre esa encrucijada que supone sentirse atado por ellos al tiempo que con ansias de libertad. Un filo de la navaja por el que siempre han paseado las mujeres, siempre condenadas a un mundo de estrechos límites, aunque paradójicamente pudieran contemplar un cielo ancho y unas montañas inmensas.
Siguiendo las cuatro estaciones del año, y usando el paisaje y el paisanaje como elementos esenciales de la narración, Delpero nos adentra en un mundo de carencias y de heridas, tal vez más necesitado de hombres cobardes que huyan de la guerra y menos de mujeres destinadas a parir y callar. La historia de la familia que capitanea un maestro sabio, ese patriarca que representa la autoridad pero también el privilegio de pensar y decir, y que acoge a un joven siciliano huido de la guerra, es solo un pretexto para que la directora nos muestre con cuadros delicados y emocionantes la vida que pese a todo se abre paso, los difíciles equilibrios de un mundo tranquilo pero desigual, la Naturaleza como prima hermana que sostiene y las tradiciones como reloj que acompasa las vivencias. En ese mundo en el que, como dice una de las mujeres protagonistas, los hombres son “el timón del carro”, ellas no tienen más remedio que seguir, como si fuera el ciclo de las estaciones, un manual dictado por otros y avalado por una religión de divinidad masculina. Esa suerte de huida hacia lo mágico que hace que en ocasiones la dura realidad se transforme en una fiesta. Como si santa Lucía fuera un hada en lugar de una santa sin luz.
Entre los muchos hilos que acoge el ovillo que ha urdido la directora, en la que es fácil encontrar conexiones con las maneras de contar de directoras españolas como Carla Simón, y que van desde la inutilidad de la guerra al poder emancipador de la educación, es sin duda el que atraviesa los cuerpos de las tres hermanas protagonistas el que concentra toda la fuerza del relato. En esas tres mujeres de diferentes edades, pero que comparten la apertura a la vida en un contexto de nieve y hambre, encontramos la fuerza de unos pechos que se rebelan contra un mundo muy estrecho. A través de tres caminos muy distintos, asistimos a la forja de los deseos que batallan entre el confesionario, los mapas de mundos por descubrir y el amor que siempre enciende las zarzas. A través de Lucia, Ada y Flavia, las mujeres más jóvenes de una familia orquestada bajo la diligencia del buen padre de familia, asistimos a los intentos de ruptura con un manual de instrucciones con el que ellas, a través de sus cuerpos, parecen estar condenadas a la infelicidad. En un mundo de pecados y de silencios. De traiciones que marcan para siempre y de papeles marcados por una larga tradición. Los deseos de las mujeres – sexuales, amorosos, de saber – luchando contra los barrotes de una jaula construida por los dioses hombres.
Vermiglio, que sigue los compases de Vivaldi, aunque es arrastrado también por la música triste de Chopin, es un microcosmos que nos habla, con el latido propio de los cuentos que aun pareciéndonos fantasía nos sirven de espejo, de los deseos femeninos casi siempre silenciados. De las calladas y apenas perceptibles de las revoluciones de las mujeres durante siglos. Esas que ellas han ido haciendo mientras que nosotros, incluso en la cobardía, éramos leídos como héroes. Los que dejamos que la infancia huyera de nuestros bolsillos y, con ella, la ternura que supone no dejar de hacernos preguntas y buscar el abrazo cálido del hermano en esas noches donde nos da miedo soñar con osos. Los que, a menudo, solo con nuestro silencio hemos ejercido la forma más puñetera de violencia que cabe imaginar.
Publicado en el blog Quién teme a Thelma y Louise de Cordópolis:
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