En este primer artículo que escribo pensando en que será publicado ya en 2025, hago todos los esfuerzos posibles por no dejarme llevar por el clima de catástrofe por venir que parece dominar todas las ventanas a las que nos asomamos. Es fácil en el contexto que nos ha tocado vivir dejarse llevar por el miedo, el cual siempre nos paraliza y abona el camino para que cualquier espabilado se disponga a salvarnos. En la permanente sensación de crisis e incertidumbre que nos atraviesa, parece una salida asequible agarrarnos a un supuesto paraíso perdido, a una Edad dorada en la que pensamos que estuvimos mejor. Lo explica muy bien Clara Ramas en uno de los libros más lúcidos del pasado año: El tiempo perdido. De esta manera, la melancolía acaba convertida en el aliento que une odios diversos, discursos políticos y, en definitiva, un estado de ánimo que es personal pero también colectivo. Lo más peligroso de esa melancolía convertida casi en estrategia política es que solo deja espacio para dinámicas reactivas y enfrentadas a cualquier propuesta que pretenda pensar en términos de utopía. Es decir, en clave de transformación y de esperanza.
No se me ocurre, pues, proyecto más
revolucionario en este inicio de 2025 que reubicarnos en este mundo tan jodido
que tenemos desde el lugar de quien sigue confiando en la capacidad colectiva
para conjurar las amenazas. Un lugar ético que supone, ir contra corriente,
posicionarnos frente a las lógicas tan individualistas y narcisistas con que el
sistema nos seduce y adormece, asumir al fin nuestra humana vulnerabilidad y, desde
ella, apostar radicalmente por lo común, por la interdependencia, por las condiciones
sin las que no es posible que todas y todos disfrutemos de unos mínimos de
bienestar. Todo ello supone atreverse a levantar la vista de la pantalla, a
recuperar el valor de los cuerpos y de las emociones, a ocupar de nuevo esos
espacios compartidos que dejamos arruinarse entre mascarillas y temores. No nos
queda otra salida, si queremos que este planeta continúe amparándonos y si
estamos convencidos de que sin igualdad no hay futuro posible, que contradecir
a quienes nos conducen al enfrentamiento en lugar del encuentro, a quienes nos
tratan de convencer de ideas y convicciones como si fueran dogmas, a quienes
son incapaces de hacer sin bajarse del púlpito.
Ante un siglo tan incierto, y en el que nos damos
cuenta de que ya no nos sirven muchos de los paradigmas y herramientas que
heredamos de los siglos anteriores, estamos obligados a inventarnos otras
maneras de ser y de relacionarnos. De gobernar lo común y de gestionar la rica
diversidad. De hacer que las democracias superen la mera formalidad y recuperen
el aliento de justicia social que el siglo XX fue olvidando en los márgenes. Y
ello no es solo tarea de nuestros gobernantes, o de la tan criticada clase política,
o de quienes en definitiva deciden por nosotros. Si bien la responsabilidad de
ellos se multiplica, la nuestra en cuanto ciudadanos y ciudadanas no es menor.
De ahí que no se me ocurra mejor receta frente a la melancolía reactiva que una
relectura de la ciudadanía desde la que, al fin, todos y todas nos hagamos
conscientes de que actuamos políticamente siempre que ponemos un pie en el
mundo.
Sé que hablo desde un cierto privilegio y
comodidad, que desde mi atalaya resulta fácil abanderar causas y proclamar
revoluciones, pero entiendo también – como padre que mira el presente con los
ojos de futuro de su hijo, como docente que cada curso tiene la responsabilidad
de educar a veinteañeros, como hijo que asiste al envejecimiento de sus padres
– que cualquier espacio es válido para hacer palanca y hacer cambiar inercias.
Y que sin duda nos toca a los más acomodados asumir mayores riesgos. Porque está
en juego la primera persona del plural sin la que la dignidad acaba siendo una
oportunidad solo en manos de unos pocos.
PUBLICADO EN EL NÚMERO DE FEBRERO 2025 de la revista GQ ESPAÑA.
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