Desde que hace ya años, cuando ni siquiera podía imaginar que un día me convertiría en padre, le leí a Belén Gopegui que cuando se tienen hijos ya no se puede vivir sino hacia esa futuro que recibirán de nosotros, no he dejado de vivir en la búsqueda de ese equilibrio que supone estar en el presente pero no dejar de mirar el horizonte. Entre las manos, el tiempo escurridizo, frágil, ese tesoro que se nos va como el agua entre los dedos. Nuestra única riqueza. A la que hoy negamos en nuestra condición de auto-explotadores en esas “vidas trabajo” - ¿verdad, Remedios Zafra? – que nos impiden alzar la vista de lo inmediato y de lo urgente. Incapaces de volar si no es a ras del suelo. Persiguiendo fantasías (algo tan masculino). Renunciando a la imaginación. Como si solo nos importara vivir acontecimientos, y saciar deseos, y rebosar agendas, y contarnos sin explicarnos.
La complejísima pero apasionante tarea de ser padre me ha enseñado y me enseña cada día que, como yo intuía, las matemáticas no sirven para sostener los vínculos ni para abrir cuadernos con las hojas en blanco. Que eso que yo había incorporado a mi estatus de diligente y buen padre de familia apenas servía para ese continuo proceso de (des)aprendizaje que es acompañar a una vida que, desde los cuidados más intensos, se va despertando poco a poco hacia otros territorios. La patera de los años, la frontera del porvenir, esa orilla en la que yo tengo que aprender como padre a ser la roca porosa y frágil a la que de vez en cuando volverá mi hijo, hoy ya dueño de las alas que, casi sin que me diera cuenta, le han salido en la espalda. Aprendiendo pues a quererlo como es y no tanto por lo que hace o por lo que consigue, dejándolo ir y, al mismo tiempo, imaginando que el cordón umbilical nos sigue enlazando, con la suavidad y firmeza de un junco, con la ligereza de un nudo que sujeta sin apretar.
Hace ya tiempo que aprendí a liberarme de la culpa, que fui capaz de leer mis equivocaciones como oportunidades y que le di a la vuelta a los pasajes más oscuros de mi vida para encontrar en ellos esa luz que te permite descubrir pinturas en el techo de la cueva. En ese proceso de disidencias que me ha ido moldeando, y cuando ahora me siento más nómada que nunca, no exagero sino reconozco que ser padre de Abel es y ha sido la obra que más cerca me ha llevado a ese sueño romántico que significa convertir los días en una obra de arte. En algo que merezca la pena ser contado. Podría prescindir de todo lo escrito, de todo lo hablado, de todos los cuerpos amados y deseados, pero no podría hacerlo del que hoy ya es un sujeto que empieza a tomar decisiones por sí mismo, al que no siempre sé bien acompañar entre mi impulso de tutela y mi sentido de la autonomía, al que observo con una mezcla de admiración y envidia al contemplarlo tan sensato, tan sensible, tan abierto siempre a la ternura y la serenidad. Cuando contemplo lo que es, y ese flequillo que vuela al viento pese a sus intentos de fijarlo siempre, me doy cuenta de que es lo mejor que hemos hecho su madre y yo. Y las personas que hemos tenido la suerte de tener a nuestro lado, en esta familia singular que hemos urdido con tramas de paciencia y conversación. De ahí lo complicado que resulta en la práctica asumir que él no es nuestro, sino que es de sí mismo, y del momento histórico que le ha tocado vivir, y del futuro que él tendrá que amasar con esperanza.
Quizás la enseñanza más obvia que uno recibe cuando tiene hijos es que el tiempo es una flecha que avanza y avanza, aun cuando nosotros creamos estar en ese punto de estirar el arco y fijar la mirada en la diana. Ilusos, porque la diana no existe. Lo que existe es el ancho mundo, el vasto territorio que apenas adivinamos tras las montañas, los puertos de ciudades que apenas si hemos imaginado al abrir la ventana. Inocentes, porque la flecha no es lo que pensamos que era. Ese barco, ese avión, ese tren, esa autopista sin “gps”, esa maleta que se hace y se deshace. El ahora que con el hijo siempre es mañana y en el que cada momento – una merienda, una playa gaditana, una exposición, un concierto – es como ese postre que yo siempre espero como si no me importara el resto de la carta.
Los últimos cinco años, que nos han obligado a surfear entre pandemias y crisis, entre incertidumbres y guerras, entre sudores y algún adiós de esos que dejan heridas abiertas, no han dejado de enseñarme cuál es mi lugar como padre y de qué manera nos hacemos eternos a través de los pasos de quienes nos suceden. Desde aquel septiembre de 2019, que tengo tan cercano, y en el que volví de Sevilla con mi autocontrol de hombre roto en pedazos, hasta este final de curso de 2024, he sentido cómo mi hijo iba creciendo en miradas y en bibliotecas, en versos y en mapas, en afectos y en aprendizajes de esa complicada tarea que es vivir, o sea, arriesgar. De nuevo he vuelto de Sevilla con mi corazón batallando con su coraza, en ese silencio tan viril donde me refugio cuando hierve mi pecho. Hervor de felicidad y de abrazos, cosquilleo de examen recién hecho con augurio de buenas calificaciones, celebración de lo construido como quien con sus propias manos diseña el plano de la casa y luego viene un albañil más joven y espabilado que cambia las ventanas de sitio. Así me sentí yo ayer, en un 17 de mayo que ya guardo en mi diario, ese cuaderno en el que lucho contra el tiempo y mis fantasma, y en el que escribí que no hay nada parecido a la corriente eléctrica que uno siente en esa enredadera que es la paternidad. Ni mejor ni peor que otro afecto, ni siquiera imprescindible para vivir, pero sí, cuando se tiene, como esa terraza en la que se multiplican los buenos olores cuando tiendes la ropa recién sacada de la lavadora.
Cuando ayer me sentí tan cerca de Abel, y de sus compañeras y compañeros, y de sus profesoras y profesores, entendí a la perfección por qué Emi, que habló en nombre de quienes se graduaban, eligió los versos de Safo. “Alguien nos recordará en el futuro”. Y sí, yo también lo afirmo, alguien os recordará en el futuro, pero porque ese mañana es el que vosotras y vosotros haréis posible. En un viernes de mayo, a punto de encenderse la feria de Córdoba, y cuando en las redes mis colegas no dejaban de recordar el día contra la LGBTIfobia, llorando la muerte de Roberta Marrero, encontré el título definitivo para ese capítulo que nunca supe bien como nombrar. Entendí al fin, querida bell kooks, que la paternidad no es sino una maravillosa pedagogía de la esperanza.
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