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CERRAR LOS OJOS: El mal envejecer


Últimamente pareciera que los adjetivos superlativos, esos que no dudan en calificar una película de obra maestra, se repiten con una facilidad pasmosa y como mínimo sospechosa. En esta última semana, sin ir más lejos, no he dejado de leer en medios y redes sociales que la serie de los Javis era la mejor del año, que era algo sublime, de la misma forma que me llegaban alabanzas extremas de lo nuevo de Coixet y no digamos del cuarto largo de Víctor Erice. Pareciera que esta facilidad para destilar calificativos excesivos fuera correlativa al aumento imparable, y con frecuencia insoportable, de la duración de las películas. He de confesar que nunca fui un rendido admirador del director de Cerrar los ojos. En su momento me gustaron El espíritu de la colmena y, sobre todo, El sur, aunque no sé bien si hoy las vería con el mismo entusiasmo. Me parecen buenas películas pero también pelín sobrevaloradas. Eso sí, El sol del membrillo me pareció soporífera. Por lo tanto, no he ido este fin de semana al cine como quien va a venerar una especie de dios que nos nubla la razón desde las alturas. He ido, como suelo ir siempre, como espectador curioso y deseoso de que lo que se cuenta en la pantalla la traspase y llegue a mí.

 

Mi decepción con la última película de Erice ha sido, sin embargo, parcial. Reconozco que está muy bien rodada, que tiene algunos momentos muy bellos, como también algún que otro diálogo para enmarcar – muy especialmente los que protagonizan un soberbio Mario Pardo (Max) y el también sobresaliente Manolo Solo (Max) -, así como unas interpretaciones brillantes – aunque me descoloquen las de personajes secundarios poco o nada perfilados como los que interpretan Petra Martínez, a la que ya solo puedo ver como la vecina gruñona de La que se avecina, o María León, que siempre,  haga lo que haga, parece que está interpretando el mismo personaje. En este caso, no parece casualidad que todos los personajes femeninos tengan un lugar muy secundario y respondan matemáticamente a los estereotipos más clásicos: las mujeres amadas, fatales y cuidadoras. Siempre, salvo en el caso de la periodista, tan arquetípica, construidas en función del protagonismo de ellos. Ay, cuánto se echa de menos a Adelaida García Morales. Cuánta potencia le habría dado a un personaje tan escurridizo como el que hace una desaprovechada Ana Torrent.

 

Sin embargo, y pese a todos esos componentes tan cuidados y bien pensados, incluido el homenaje a Marsé y la rotunda presencia del siempre grande José Mª Pou, lo que cuenta Erice me interesa poco o nada. Intento tirar del hilo que plantea en torno al cine, la memoria, el paso del tiempo o las enfermedades del alma, pero nada de lo que veo y escucho me sacude, me remueve, me inquieta. Tanta perfección me deja frío. Incluso cansado en ese larguísimo recorrido de 169 minutos que supone la película.



 

En uno de los más brillantes diálogos de la película, Miguel le pregunta a Max sobre cómo envejecer. Y Max, con esa rostro curtido por el tiempo y entre pícaro y tierno de Mario Pardo, le contesta que no hay más secreto que hacerlo sin temor ni esperanza. Creo que en el fondo este cuarto largo de Erice es también, y sobre todo diría yo, una reflexión sobre cómo envejecer y sobre cómo asumir un proceso que necesariamente nos lleva a la muerte. Un proceso inevitable y dinámico frente al que la memoria, y por qué no el cine, que permanece incluso a duras penas en los trasteros, es el dique de contención para que podamos seguir ajustando a nuestros pies los zapatos. Sin embargo, Erice, como observo en tantos “genios” masculinos, y con él su alter ego, ese director protagonista de la película que a ratos parece un fantasma y a ratos un niño desvalido, se deja llevar por una suerte de nostalgia de lo que ya no es, por esa posición, tan reaccionaria, que mira hacia atrás como si lo de antes fuera un Cinema Paradiso. Creo que esta mirada, que es la que sustenta a mi parecer todo el relato, es la opuesta a un buen envejecimiento, que solo es posible si mantenemos abiertas las posibilidades de exploración. Pero no como un camino que nos lleva a ese lugar del pasado donde fuimos felices, sino como un mapa del tesoro en el que irremediablemente tenemos que vivir nuevas aventuras. Abiertos los ojos, bien abiertos los ojos.
 Con esperanza, siempre con esperanza, la mejor medicina contra el temor.

 

Miguel, o sea, Víctor, pero también Max, son un clarísimo ejemplo de esa masculinidad vieja en la que no nos deberíamos convertir. Tal vez la insana vejez del personaje que interpreta con solvencia José Coronado resulte al final más gozosa que la que representan esos hombres siempre tan preocupados por contar y contarse, tan agobiados ahora ante un mundo en el que ya no sirven las herramientas que a ellos les dieron peso. Quizás la huida del galán no fue sino la puerta más inteligente por la que escapar no tanto del presente sino de un futuro inevitable. El paso del tiempo. Ese al que con frecuencia los hombres nos enfrentamos sin la valentía de la que habitualmente presumimos y con las artes propias del delincuente que pretende escapar de lugar del delito. Lástima que, como en un cuento de esos más cercanos al terror que a la fantasía, el final solo quepa en un asilo regentado por piadosas y simpáticas monjitas. 


PD: Qué bien le vendría a Erice y a otros tantos como él leerse el "Yo vieja" de Anna Freixas. 

 

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