Edadismo y sexismo obedecen a razones estructurales. Es decir, la discriminación por razón de edad y por razón de género son consecuencia de unas condiciones sociales y de un orden cultural que implica una especie de ciudadanía devaluada para las personas mayores y para las mujeres. Si además entrecruzamos ambos factores, el resultado es terrible para la mitad femenina de la Humanidad que, hoy por hoy, ve limitada su autonomía cuando a los condicionamientos de género se suman otros como los derivados del color de piel, de la clase social o de los años cumplidos. A diferencia de los hombres, que con el paso del tiempo ganamos poder y autoridad, incluso atractivo, las mujeres sufren una progresiva devaluación de su estatus, en la que multiplican efectos devastadores la ley del agrado y el culto a los cuerpos jóvenes y delgados, todo ello ahora envuelto con el celofán liberal del capital erótico. Ese que a las mujeres, sobre todo a ellas, les insiste en que deberían convertirse en empresarias de sus cuerpos. Pero no cualquier cuerpo, sino el normativo, el que cotiza alto en el mercado de las redes sociales, la publicidad y las ficciones audiovisuales.
Por todo ello, resulta tan necesario, urgente diría yo, que
empecemos a visibilizar, a darle valor y a reconocer con autoridad a las
mujeres viejas, a los cuerpos imperfectos y a quienes escapan de los dictados
de la mayoría. De ahí la importancia de que por ejemplo en el mundo del cine
haya cada vez más mujeres contando otras historias, otras vivencias, todas esas
que durante más de un siglo no han tenido cabida en un arte hecho a nuestra
imagen y semejanza. Solo una mujer - Sophie Hyde, mano a mano con otra, la
guionista Katy Brand -, pues, podría haber hecho una
película como Buena suerte, Leo Grande. Un largometraje que, lejos de
ser sobresaliente, tiene la virtud de poner delante de la cámara a una mujer mayor
que reivindica sus deseos sexuales, que está en proceso de reconciliarse con su
cuerpo y que, una vez viuda, empieza a tomar las riendas de su vida. También en
la cama. Sola o acompañada.
Con una estructura muy teatral, la película nos muestra distintos
encuentros que Nancy (Emma Thompson), nombre ficticio de la protagonista, tiene
con Leo (Daryl McCormack,) , un bellísimo joven al que contrata con el
objetivo de tener el primer orgasmo de su vida, y en los que ambos acabarán
compartiendo fragilidades. Si bien en el caso de Nancy, el guion consigue poner
en evidencia la losa que supone el patriarcado muy especialmente para una mujer
mayor, en el caso de Leo, la historia hace aguas y casi corre el riesgo, como
me decía hace unos días Mercedes de Pablos, de convertirse en una suerte de Pretty
(wo)man. En este caso, se nos presenta a un hombre prostituido que
parece feliz con lo que él considera un trabajo como otro cualquiera, un tipo que
en ningún momento se ha sentido explotado o humillado, y que carece de otros horizontes
profesionales. Es decir, no está prostituyéndose, por ejemplo, para pagar sus
estudios. Aunque es evidente que las condiciones de la prostitución masculina
son distintas a la femenina, lo que acaba chirriando en este relato es que se
nos presente esta supuesta libre elección incluso con un halo de romanticismo.
Cuando, como bien le apunta Nancy en una de las conversaciones, el mismo Leo le
cuenta a su madre y a su hermano que trabaja en una explotación petrolera.
Buena suerte, Leo Grande es, pues, y a pesar de sus
concesiones a lo facilón y a los estereotipos – habría mucho que hablar sobre
la masculinidad que representa el cuerpo perfecto del joven -, es una buena
oportunidad para que desde la pantalla empecemos a cuestionar unos patrones socioculturales
que siguen generando malestares como los que sufren tantas mujeres como
Nancy. Al tiempo que reflexionamos sobre
la parte de responsabilidad que nos corresponde, muy especialmente a los
hombres, en el mantenimiento de un estado de cosas que nos privilegia y que condena
a las mujeres – a sus cuerpos, a sus deseos, a sus agendas – a un lugar de sumisión.
Esa contra la que se revela Nancy a la que dota de verdad una inconmensurable
Emma Thompson, bellísima cuando al fin se atreve a reconocerse frente al
espejo. En su cuerpo viejo y vivido. Como primer paso hacia la verdadera
libertad.
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