En la agenda de buenos propósitos que he abierto en enero, he evitado hacer un largo listado de compromisos que iría traicionando a lo largo de los meses venideros. Solo he escrito con letras mayúsculas el horizonte de sentirme más dueño de mi tiempo, menos esclavo de las horas competitivas y afanosas que nos marca el mundo en que vivimos, más volcado en esos instantes que cada día nos reconcilian con la vida. Esos de los quehabitualmente huimos los hombres, tan ocupados siempre en ser los proveedores, los héroes triunfadores y los que siempre se muestran ante los demás sus logros. Nuestro tiempo, medido por relojes hechos a nuestra medida, y situados en nuestras muñecas o en las torres de las plazas, ha estado siempre marcado por ma centralidad del trabajo y por la necesidad de demostrar nuestra condición de sujetos productores. Las horas íntimas, las volcadas en lo privado y lo doméstico, las dedicadas a mantener los vínculos emocionales, siempre fueron cosa de las mujeres, de las que hicieron posible que nosotros estuviéramos en lo público. Persiguiendo siempre un idead imposible: el de esa masculinidad triunfante basada en el presupuesto falso de que nosotros somos los importantes. No es casual, por cierto, que las revistas dirigidas a hombres estén llenas de anuncios de relojes. Quien controla el tiempo tiene poder. Y ya sabemos que la desigualdad de género es finalmente una cuestión de desigual poder.
La revolución pendiente tiene que ver mucho con el tiempo. Con como lo organizamos y distribuimos en unas sociedades en las que poco a poco se ha ido erosionando la división entre lo público y lo privado, y en las que las mujeres han ido conquistando espacios de autonomía, mientras que nosotros, la mayoría de nosotros, apenas nos hemos ido moviendo del lugar en el que hemos estado siempre. La tan traída y llevada corresponsabilidad, que supone el reparto equitativo de los trabajos de cuidado y de sostén emocional que demanda la familia, exige que todas y todos, pero muy especialmente los hombres le demos un giro a nuestra concepción de las horas. Y, con él, a las prioridades que nos marcamos cada día, a las energías que volcamos en unos y otros espacios, a los retos que deberíamos poner más en relación con lo que nos sostiene medianamente felices que con las exigencias de un sistema que se empeña en usarnos solo como productores y consumidores.
No es tanto que necesitemos más tiempo, que también, sino que tendríamos que distribuir las horas del día y nuestros desvelos de manera completamente distinta a la que ha sido dominante durante siglos en nuestra coraza de hombres de verdad. Y ello supone decir tajantemente “no” a compromisos públicos que siempre hemos entendido como parte sustancial de nuestro estatus, por ser conscientes de que en ocasiones nos hace más ricos tener más tiempo que dinero y por superar las dinámicas narcisistas que hacen que a estas alturas no hayamos entendido que lo que nos define es nuestra vulnerabilidad y, en consecuencia, la necesaria interdependencia. O, lo que es lo mismo, que nuestro tiempo es necesariamente tiempo con otros y con otras, porque sin esos vínculos nos limitamos a sobrevivir en la selva de pantallas y deshumanización que nos rodea.
Cuando me preguntan cómo podríamos los hombres implicarnos en esa transformación que hará posible que al fin mujeres y hombres compartamos un mundo de equivalentes, siempre insisto en que podríamos empezar por cambiar el sentido de las agujas de esos relojes que siempre nos han regalado en Navidad, o en un cumpleaños o incluso en otras épocas cuando una pareja sellaba su compromiso de casarse. Unas agujas que deberían mirar más hacia todo lo que implica ser con otros, hacia el amor entendido como cuidado y hacia toda esa tupida red de afectos y labores que hacen sostenible la vida. Una dedicación de la que los hombres siempre huimos en nuestra carrera imposible hacia la eternidad.
* Este artículo ha sido publicado en el número de febrero de 2022 de la revista GQ España.
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