Las palabras, los silencios, la comunicación, la soledad y la culpa. El teatro lleva siglos hablándonos de todo esto. Y por eso es un espejo con frecuencia tan cruel, casi siempre catártico, porque es inevitable que nuestras luces y miserias encuentren reflejo en los personajes que desde el escenario nos interpelan. El cine, aunque también provoca con frecuencia esos efectos, lo hace en menor medida, porque la pantalla actúa como una especie de filtro que nos distancia. Nos falta frente a ella el rugir de las respiraciones, el crujido de las pisadas, la seducción de lo irrepetible. El silencio que se palpa y las palabras que llegan directas, desde la calidez de la garganta del intérprete a las con frecuencia áridas entrañas del espectador que al principio siempre intenta escurrir el bulto. Como si fuera un dogma que los horrores siempre le ocurren a los demás, hasta que un personaje sobre las tablas te mira a ti de frente y te saca de la mentira piadosa que tú mismo te habías creado para protegerte. En esta tensión creativa y casi redentora, aunque sin necesidad de curas que absuelvan los pecados, radica la fuerza y el impacto del teatro. Mucho más en unos tiempos en los que todos vivimos volcados más hacia los centímetros iluminados de nuestras pantallas que hacia la iluminadora potencia de las calles.
Creo que buena parte del impacto emocional y de la energía
turbadora que provoca la espléndida Drive my car deriva de que en ella
el cine se apodera del teatro y al revés, en un ejercicio de alquimia en el que
las palabras, incluidas las que no se dicen, se convierten en armas y en puentes. En una suerte de ejercicio
del alma en el que de la mano de los dos protagonistas, pero también de los que
les rodean como parte de la fábula, nos reconocemos en los efectos nocivos de
la incomunicación, en las torpezas del amor y en las equivocaciones que derivan
de la falta de honestidad con nosotros mismos. En la fragilidad de ese presupuesto
sin el que no es posible salir de nuestro ombligo para reconocernos en los
otros. En lo puñetero que es el amor, sea cual sea su contexto y quienes
intervienen en sus tejidos, cuando nos quedamos en la superficie del ensueño y
no aterrizamos en la atractiva fragilidad que nos liberaría de posesiones, exclusividades
y sospechas. En la violencia que acaba generando la ausencia de palabras y de
traductores. En este sentido, tampoco es casual, claro, que el escenario sea
Hiroshima y la memoria un relato de fuego y bombas que hemos querido contener
en un pasadizo de cristal que lleva hasta el mar.
Drive my car, en la que Ryūsuke Hamaguchi convierte un relato corto de
Murakami en un tratado sobre el valor sanador de las palabras, nos lleva por el
tiempo pausado de los viajes en coche en que los dos protagonistas van reconociéndose
como iguales y precarios, y lo hace con un discurrir narrativo que nos seduce
perversamente. O, dicho de otra manera, con las armas de la templanza y la lentitud
del relato, el director y guionista nos lleva al huerto. Al suyo y al de Chejov,
al de las soledades en barbecho y al de las múltiples lenguas que los humanos
usamos, y necesitamos, para salvarnos de nuestra propia crueldad. Las palabras,
siempre las palabras, como ese sismógrafo que nos alerta y que nos avisa de que
en segundos nuestra silla se pueda tambalear. El teatro, la vida, el cine, los
sueños. Y la capacidad de narrar y narrarnos como la estrategia que mejor hemos
sabido inventar frente al frío y las preguntas. Los humanos como seres que
fabulamos porque tal vez ese sea el mejor remedio para el dolor. Esa punzada
con sabor a vinagre de la que es imposible escapar, como es inevitable hacerlo
de la progresiva decrepitud del cuerpo o del movimiento de las manecillas del
reloj. En este sentido, Drive my car también nos cuenta cómo tal vez uno
de nuestros mayores errores sea negar el dolor, como también lo es fustigarnos
religiosamente con el látigo de la culpa.
Y sí, también Drive my car nos ofrece una mirada
inteligente sobre esa masculinidad que se autocontrola y que vive encorsetada
en los deberes del genio. Ese al que desde la primera escena de la película le
vemos el rostro mientras que a ella, la que siempre muere, la vemos de espaldas
y fragmentada. Las mujeres enfermas, putas, cuidadoras y madres, las malas y las
buenas madres. Las musas a las que admiran, desean y lloran los hombres
creadores que no se escuchan más que a sí mismos. Las portadoras de secretos y
las asistentas de producción. Las supervivientes a las que con frecuencia
miramos con el miedo de que ellas puedan ser más fuertes que nosotros. Tal vez
como la Sonia de Tía Vania. Quizás como la Oto del cuento. Seguramente como la Misaki
que ha aprendido a frenar y a acelerar el coche con la templanza de quien ha
sido capaz de ver copos de nieve en los restos de basura que caen al vertedero. Una basura que generamos nosotros.
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