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IMAGINEMOS EL PORVENIR

Después de todo lo vivido en estos casi dos años de interrupciones, dolor y crisis que han atravesado nuestros cuerpos hasta reducirnos a casi una suerte de pequeños 
insectos extremadamente vulnerables, no tengo claro que hayamos aprendido todas las lecciones. Ni mucho menos de que, como algunos presagiaban en aquellos meses de aplausos y balcones, estemos recuperándonos, poco a poco, con la fatiga propia de quien siente que le han robado una parte de su vida, pero con un sentido mucho más empático, cuidadoso y hasta solidario de nuestra existencia. Mucho me temo que lo vivido, y lo sufrido, no ha hecho sino armarnos de mayores dosis de egoísmo libertario, de individualismo guerrero, de presentismo que nos sitúa en el aquí y en el ahora, sin mirada abierta hacia el futuro y casi sin memoria sobre la que seguir construyendo la siempre imperfecta aventura que supone que convivan las diferencias.

Los miedos y las inseguridades, la incertidumbre, la terrible precariedad en la que tantos hombres y mujeres se hallan, abonan el terreno para que florezcan los discursos reaccionarios, las propuestas simplistas y emocionales, la confrontación en lugar de los encuentros de seres que, gracias al habla y la ternura, podemos conversar y crecer al tiempo que escuchamos al otro. El mundo digital, y muy en especial las redes sociales, alimentan las burbujas en las que cada día reforzamos nuestras posiciones e imposibilitamos los puentes con quienes están en otras posiciones. El frentismo, y la simpleza del blanco o negro, favorece además la pereza intelectual, la pasividad comodona, el regusto onanista de quien solo mira lo que confirma su ombligo.  Yo, mi, me, conmigo. El otro y la otra como una amenaza, un peligro, un riesgo. Las banderas, los muros, las patrias, las concertinas. O estás conmigo o estás contra mí.

Es hora pues de que empecemos a vindicar, y sobre todo a poner en práctica, la imaginación como una virtud que nos permite pensar en otros mundos, construir alternativas, diseñar horizontes que nos permitan ir más allá de las miserias que nos reducen a polillas insignificantes. La imaginación como herramienta política que cada uno de nosotros y nosotras debería activar como contrapunto a ese mundo melodramático de los contrarios que están en duelo. Lo opuesto a esa especie de reto permanente en que nos empeñamos en demostrar quien la tiene más larga. La imaginación, que está ligada a la utopía, y a la esperanza, y que solo es posible si en nuestros sueños de futuro hacemos presentes a quienes, por diferentes, nos permiten ser nosotros mismos. Es decir, la imaginación como la posibilidad de ir atando nudos, tejiendo tapices y reconociendo, a golpe de ternura, que somos interdependientes.

No se me ocurre mejor deseo compartido para un final de año festivo en el que recuperaremos, con el frenesí propio de un adolescente, parte de esos rituales, tan absurdos con frecuencia, que nos permiten sentirnos parte de la tribu. Segurametne volveremos a escribir interminables cartas a los Reyes en el sueño de que tener lo soñado colmará nuestras expectativas. Frente a esa dicha facilona y con irremediable olor a resaca, y a mala digestión de turrones, vayamos por una vez más allá y asumamos el reto de empezar la agenda de 2022 con el firme propósito de ser eslabones de la cadena, el agua que mantiene vivo el jardín, el niño y la niña eterna que no dejan de mirar con curiosidad el mundo. Aprendices del porvenir. Capaces de convertir la extrañeza en acogida. Una revolución ética, pero también política, con la que afrontar un futuro que solo será posible si dejamos en el armario al llanero solitario. Inventoras y creadores de un nuevo juego en el que solo quepa el verbo empatar. Sabedoras y conscientes de que o nos salvamos todas y todos o aquí no se salva ni dios.


* PUBLICADO EN LA REVISTA GQ ESPAÑA, DICIEMBRE 2021/ENERO 2022

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