"Los hombres no tienen que aprender, nosotras sí". Con esta terrible sentencia con la que Lizzie, la hija del patriarca, advierte a Maggie, la sirvienta de su casa, podemos resumir cómo las mujeres han sido durante siglos y siglos prisioneras de un sistema de poder que las mantenía esclavas y que las obligaba a buscar recursos y a prepararse, habitualmente a escondidas y en silencio, para en el mejor de los casos escapar de la prisión. La historia real que cuenta Lizzie, y que se sitúa a finales del siglo XIX, es un relato escalofriante sobre el clima de terror que el patriarca, el diligente padre de familia según los Códigos civiles de la época, impone en su casa. Un hogar sin luz, porque el señor rechaza un invento moderno que podría dejar al descubierto las miserias escondidas, y en el que todas las mujeres viven oprimidas, desde la segunda esposa a las dos hijas, pasando por la criada que sufre, callada, los abusos de quien también se siente con derecho a ocupar los cuerpos y las camas.
En la casa de los Borden, que así se llamaba la familia real en cuya historia se basa la película, hay mucha oscuridad y mucho silencio. Apenas si se escuchan solo las palabras de autoridad del padre, que es quien marca las reglas y que pone los límites. Que se siente con derecho a disponer de las vidas ajenas y de no escuchar a quienes como su hija Lizzie reclaman una habitación propia. Como la que a ella le supone ir al teatro y soñar con otro mundo posible. Las violencias cotidianas que sufren las cuatro mujeres que conviven en un mismo espacio van nutriendo progresivamente una tensión que casi podemos oler, una ira que se acumula muy especialmente en el pecho de Lizzie, la rebelde que, de acuerdo con otro de los clásicos de la misoginia, es considerada una enferma y es amenazada con ser encerrada de por vida en una institución de esas en las que ponían grilletes a las histéricas. Lizzie vendría a ser algo así como una bruja, porque era una mujer inteligente, sagaz, capaz de mirar más allá de su ombligo y de ser consciente de que debía atesorar saberes para llegado el día coger las riendas de su vida. Las brujas, las histéricas, las mujeres fatales.
La dramática y a veces opresiva película que es Lizzie se sostiene sobre las ajustadas interpretaciones de todo el reparto, pero sobre todo de una Chloë Sevigny que nos dice con su rostro toda la ira que hace que le salgan alas en las manos, y de una Kristen Stewart que representa la fragilidad sometida. La pasión entre ellas, tan titubeante al principio, tan carnal al fin, es el vínculo que de alguna manera permite que Lizzie, la más fuerte, la más poderosa, se lance a hacer justicia. Aunque en este caso sea justicia por su mano. Los cuerpos ensangrentados de las mujeres.
La película dirigida por Craig Mcneil, más allá del relato de un caso judicial que en su época ocupó todas las portadas de los periódicos, es una buena muestra, en imágenes, con la fuerza a veces de cuchillo y a veces de caricia que tiene el cine, de cómo el orden patriarcal es un orden de violencia. Y de cómo ésta solo genera más violencia. Y víctimas, claro. Ellas, siempre ellas. Las muertas sobre el suelo y las muertas en vida. Las encerradas en cárceles y manicomios, y las obligadas a tener voz solo en sus diarios y cartas secretas. Las que llevan siglos acumulando rabia. La rabia contra el patriarca.
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