Son tantas las cosas que hemos ido perdiendo en este jodido año, incluso aquellos que tenemos la fortuna de seguir con vida y con una situación laboral estable, que no sabría por donde empezar a escribir una carta a los Reyes Magos. Los únicos en los que, por cierto, cree mi alma republicana. Son tantas las pequeñas y las grandes cosas a las que hemos ido renunciando en esta especie de paréntesis que vivimos que no sabría cuál de ellas me gustaría recuperar la primera. No sé si los abrazos, o los viajes, o simplemente la sensación de volver a las calles sin ese miedo y sin esa angustia que hoy nos está convirtiendo en seres cada vez más huraños. Liberado al fin de esa exigencia de distancia social que está siendo, me temo, la mejor coartada para quienes siempre pretendieron dominarnos, sin que ni siquiera nos sirvan ya de manera efectiva los derechos que creímos fundamentales. La vida digna ha ido perdiendo el adjetivo en nombre de la salvaguarda del sustantivo.
Después de varios meses haciendo malabarismos con los ordenadores en unas clases donde parece haber tenido más valor lo formal que lo sustantivo, y de dirigirme a un alumnado al que no veía tras la pantalla o al que apenas adivinaba en el aula tras las mascarillas, he llegado al mes de diciembre pensando en sus rostros como si fueran una utopía. Ta vez hasta ahora, y tras esa vivencia en una Universidad que se ha vuelto casi como un trastero sin ventanas, no había sido consciente del valor de nuestra cara entera como vehículo de expresión y por tanto de comunicación. Como puente y como regazo. Un horizonte cercano en cuya ausencia es harto difícil pensar al otro, entenderlo y ponerte en su lugar. Sin el que no es posible la luz que nos individualiza. Sin rostro no somos más que la máscara con la que llevamos luchando siglos todos quienes pensamos que la igualdad no es sino el reconocimiento de las diferencias. Sin rostro, pues, no hay amor posible, ni pluralismo, ni emancipación, ni democracia. Porque sin el rostro visible todas y todos acabamos siendo como las criadas de Margaret Atwood: las víctimas de una distopía cocinada a fuego lento con el caldo de nuestros miedos.
Necesito pues recuperar el rostro. El mío propio y el de mis alumnas y mis alumnos. El de los vecinos que ahora parecen sombras de lo que fueron. El de tantos semejantes que hace meses apenas distingo, desdibujados, como si la señal del wifi fallara intermitentemente, en pantallas que también son parte del engaño. Porque solo con ellos será posible recuperar el brío democrático del espacio público, la complejidad adolescente de los juegos amorosos, el pasaporte que como antaño nos permitirá viajar a tierras extrañas desde donde entender mejor la nuestra.
En estos largos meses de pandemia, en los que hemos descubierto por ejemplo la revolución que estaba latente en los codos, o la tristeza infinita de esos trozos de piel que nunca estuvieron en cuarentena, he acabado descubriendo el verdadero valor de los rostros. Del propio que durante años no me atreví a mirar en el espejo y de los ajenos que me hicieron crecer hasta poder mirar el mío. Y es por ello que su ausencia, en estos tiempos de toque de queda y de excesos de intimidad forzada, me duela casi tanto como los meses que ya llevo sin poder abrazar a mi padre y a mi madre.
Publicado en el número de diciembre 2020-enero 2021 de la revista GQ
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