Nunca me gustó el fútbol. Ni de pequeño, ni de adolescente,
ni cuando me convertí en lo que se supone que debía ser un hombre hecho y
derecho. Nunca coleccioné cromos de futbolistas, como sí que hacía mi hijo cada
vez que terminaba el verano. Yo vivía como un auténtico castigo los patios del
colegio, las clases de gimnasia y los sábados por la tarde. En mi calle, porque
entonces sí que parte de nuestra vida se hacía en la calle, los niños salían a
jugar el fin de semana y siempre había un balón entre sus piernas. Yo me
aburría muchísimo y acababa hablando de nuestras cosas con alguna de las chicas
de mi bloque de pisos, que siempre tenían cosas más interesantes que contarme.
Creo que desde mi infancia he odiado las tardes de los domingos por muchas
razones, entre otras por el sonido de la radio que, todavía hoy, me agrede con
la palabrería de entrenadores, jugadores y locutores apasionados. Casi la misma punzada que sentía cuando algún
sábado acompañaba a mi hijo a sus partidos y tenía que compartir grada con
padres a los que con solo mirarlos recibía de ellos violencia. En este
escenario, como en tantos otros, me seguí sintiendo el raro. La única novedad
que me hacía recuperar algo de aliento en esas mañanas de sábado era que en el
equipo de mi hijo jugaba una compañera, una más entre tanto chico, que corría
más que ellos y que disfrutaba como una auténtica amazona. Carlota, que
entonces tenía diez años, era una ventana abierta. Su resistencia, no de
víctima, sino de mujer valiente, hacía que yo volviera a casa con una media sonrisa.
Anoche, por vez primera en su historia, el trofeo Carranza
que cada mes de agosto se celebra en Cádiz desde 1955, tuvo como protagonistas
a equipos de mujeres. Acabó ganándolo el Athletic de Bilbao. Yo, que apenas he
estado un par de veces en campos de fútbol, no me quise perder la fiesta. Y
aunque seguí sin entender las reglas, sin lograr que lo que pasaba en el campo
me emocionara, por más que mi hijo tratara de explicármelo con paciencia, pude
sentir que los penaltis que pusieron fin al empate de los dos equipos suponían
mucho más que goles en las porterías. Delante de nosotros había sentadas varias
chicas jóvenes que formaban parte de un equipo de fútbol. Hacían fotos,
comentaban, subían a las redes. Estaban emocionadas. Al fin empezaban a encontrar
referentes en los que mirarse. Mi hijo, al día siguiente, me contó que le había
escrito un mensaje de felicitación por Instagram a una de las jugadoras del Tottenham,
la número 14, que nos deslumbró con su poderío. Ella le respondió amable con un
thank you very much.
Ganaron las de las camisetas blancas y rojas, pero para mí
eso fue lo de menos. Lo más luminoso fue comprobar que el mundo se está
ensanchando de verdad, que la mitad habitualmente invisible y devaluada se hace
presente y lo hace sin miramientos, con garra, pisando fuerte en terrenos de
los que nunca debió ser excluida. Seguirá sin gustarme el fútbol. Seguiré
odiando, me temo, las tardes de los domingos y el final de los telediarios. Continuaré
poniendo como ejemplo de masculinidades hegemónicas las que descubro en los músculos,
los rostros y las palabras de los futbolistas exitosos. Seguiré a la espera de que
uno de ellos se atreva a salir del armario. Mientras tanto, estaré atento a las
futbolistas que empiezan a ocupar portadas, que ganan mucho menos que sus
colegas y a las que todavía los niños y las niñas no pegan en forma de cromos
en álbumes. Es una fractura hermosa de
las que rompen el espejo. Para ellas y
para nosotros. No es la gran batalla ganada de la revolución pendiente, pero sí
la celebración necesaria de la progresiva equivalencia. La que yo ayer palpé
cuando vi a mi hijo ponerse nervioso en la tanda de penaltis, o la que me
llegaba de los asientos delanteros en los que un grupo de mujeres futbolistas
no se sentían de prestado.
Cuando salí del estadio, en una noche calurosa de agosto, cuando
la playa era una fiesta y en la puerta de las heladerías había colas
interminables de familias, lo hice con ganas de bailar. De moverme como me
dijeron que no debía hacerlo un hombre. Y me acordé de Carlota, con la que me
habría encantado brindar, sin balones por medio, sin padres en las gradas, sin
trofeos que poner en las estanterías. Mucho
más musculosa ella que yo, más valiente y decidida. Un cuaderno abierto en el
que al fin las chicas como la compañera de mi hijo pueden saltarse las reglas
de ortografía.
Publicado en Blog Mujeres de EL PAÍS, 15-8-2019:
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