El verano que murió Lina Morgan yo descubrí, aunque pueda
parecer mentira, el valor de la risa. El recuerdo de tardes de televisión
pesadas y dulzonas, de un tiempo tan hondamente cruel con los que nos sentíamos
distintos, me hizo pensar en los muchos lastres que arrastramos los hombres y
las mujeres de tantas generaciones de un país que siempre ha parecido ser su
peor enemigo. Ese recuerdo, y el de toda una larga vida en la que yo me había
negado a mí mismo bajo una disciplina férrea impuesta por otros pero también
por mí mismo, me hizo buscar la llave, y encerrar tantas miserias, y tirarla al
mar. Las olas. Para siempre. El recuerdo de todo lo que suponía Lina Morgan en
este país de velos negros y risas tribales me ayudó una tarde de agosto a
rebelarme contra mis cerrojos. Contra lo que durante muchos años, más de
cuarenta, me había convertido en lo que yo no quería ser, en el hombre a
medias, en el corazón sellado sin palabras. Y sin risas, y sin alas, y sin
belleza.
En el mar atlántico, muy cerca del Estrecho, he ido borrando
huellas que no me sirven y, no sin esfuerzo, ni recaídas, he empezado a
escribir otro cuaderno. El que ayer fue azul hoy es un cuaderno violeta, y
rojo, y amarillo, y verde, de tantos colores. Verde, inmensamente verde, como
sus ojos. Mi cuerpo que nunca se dejaba
acariciar por agua salada se ha dejado arrastrar por los dulces brazos del que
cuida. Del que me obliga a buscar palabras cuando mi refugio de siempre ha sido
el silencio. Las olas, más olas. El levante que trae sudor y sábanas arrugadas.
Y una madrugada de amores que parecen algas bendecidas por las rocas.
Huele a comida sabrosa en la cocina mientras los niños, casi
adolescentes, nos obligan a ser generosos y más niños. Cereales de chocolate,
pan con aceite, flequillos rebeldes y espinillas que gritan. Llega al mar al
blanco de la casa y un árbol vigila imponente, como si fuera el guardián de
todos nuestros sueños, el hacedor de las fábulas, el vegetal que se transforma
en dios omnipotente. Naturaleza sabia que nos acoge y nos bendice. Seres
vivientes que sienten, sangre sin espadas que matan, la vida multiplicada. El
mar, la mar. Y un enamoradizo olor a tortilla recién hecha. El hogar del que no es posible ni quiero
escapar.
El verano que murió Lina Morgan yo estaba en El Palmar, en
una playa larga y acariciadora en la que cada minuto parecía encerrar una hora.
El hombre que llegó de la tierra que yo nunca había visitado me regaló sus
brazos grandes, sus artes de mago que no necesita de chistera, su red en la que
es capaz de pescar sin que los peces mueran.
Una taza de porcelana blanca, un plato que parecía sacado de una alacena
de mi abuela, un sofá de cine y el fuego. Más fuego. El que arde pese a las
olas, pese al agua, pese a mis cuchillos que de vez en cuando me recuerdan lo
mucho que me queda por aprender.
Muchas veces escribí que mi ser era como un puzzle cuyas miles
de piezas se habían esparcido al nacer y que mi vida no sería otra cosa que la
búsqueda de esas teselas. He ido poco a poco, en ocasiones con muchas lágrimas,
encontrando cada fragmento en los lugares más inesperados. Florencia, Sicilia,
Colombia, Sevilla, Cádiz. En ríos y en montañas. En ciudades y en bosques donde
siempre intenté que la realidad de los cuentos fuera más real que los días que
sin que yo fuera consciente me empequeñecían.
El verano que murió Lina Morgan encontré en una playa atlántica no solo
un fragmento, sino el plano que habrá de servirme para ir sumando todos los que
durante años he ido guardando en mi caja de películas y novelas. En ese verano
de dejà vu y de reloj de arena que hace más gozoso el tiempo, hay dos niños,
casi adolescentes, que no dejan de reír y recordarme, incluso cuando se enfadan
y hasta lloran como si fueran bebés desamparados, que la vida es algo mucho más
intenso, peligroso y divertido que lo que cuentan los libros. Esos niños que a veces me sacan de quicio,
que hacen que me enfade y que vuelva a meterme bajo mi caparazón, son también
los que me enseñan, sin que ellos lo sepan, que es necesario, y urgente
incluso, escribir los días más con el corazón que con la cabeza. Dos niños y un
tercero, el más alto, el que si pudiera cocinaría todos los cariños a fuego
lento y los serviría con pétalos de rosas y salsa de caricias. El que da miles
de vueltas a las rotondas como si de esa manera pudiera detener el tiempo. El
que si pudiera pintaría todos los semáforos de verde al volver a casa.
Casa. He escrito esa palabra. Quizás lo que encontré el
verano que murió Lina Morgan fue el verdadero sentido de esa palabra, que no es
un espacio físico, un lugar concreto, sino más bien un cúmulo de sensaciones.
La que señalan donde siempre te gustaría volver, donde refugiarte cuando solo
te quedan ganas de llorar, donde reír con la ligereza del que se sabe a salvo
de demonios y escopetas.

El Palmar, Vejer de la Frontera, viernes 21 de agosto de 2015
Sueño con seguir viviendo estos momentos que cada dia dejan de ser sueños y se convierte mas en idílica realidad. Tqm.
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