La vida de Adèle,
Abdellatif Kecchiche, 2013

Abdellatif Kecchiche, 2013
El cine, la literatura, el arte en general, llevan siglos hablándonos del amor. Tratando de apresar las extrañas componendas que hace que esa mezcla de deseo y necesidad, de posesión y entrega, nos haga deambular en muchas ocasiones como seres a la deriva. Del éxtasis al naufragio. Porque tal vez nuestra mayor resistencia sea la de asumir que el amor tiene fin, que es un período, un proceso, más que un estado. Que es imposible mantenerlo en su llama viva de manera eterna. Que a lo sumo, y con suerte, se transforma en otro sentimiento. A veces, tristemente, en rutina.
LA VIDA DE ADÈLE nos vuelve a contar una historia de amor, con su principio y su fin, en dos capítulos que nos muestran con toda su desnudez la euforia y la caída. Durante tres horas de metraje asistimos a la pasión compartida por dos mujeres que nos muestran con su rostros, sus cuerpos y su inteligencia cómo se desean, se comparten y cómo se necesitan. Y también al final como es imposible sostener la calentura que hace que el tronco siga ardiendo. Como los días van enturbiando las necesidades, los deseos, el ansia... Como el tiempo quita el velo y nos deja desamparados. De ahí en ocasiones nuestros intentos de volver al lugar donde fuimos felices, algo que como bien nos aconseja Sabina-Ana Belén en "Peces de ciudad" es algo que nunca deberíamos haber. Algo que la película nos muestra de manera desgarradora en la maravillosa escena del café donde las dos mujeres se reencuentran, se tocan, se besan, pero no pueden resucitar lo que ya no existe. Una escena que por sí sola nos habla de la intensidad de una película que, tras su visión, te persigue durante horas y horas...
Se ha hablado mucho de esta película por sus escenas eróticas, por como muestra de manera directa y sin esteticismo vacuos el deseo de dos mujeres, pero no creo que eso sea lo más valioso ni principal de ella. Incluso me atrevería a decir que el director cae en muchos tópicos - se nota que es un hombre que mira la pasión femenina y se regodea en ella, no sé si la hubiera rodado de la misma manera si hubieran sido dos chicos los protagonistas - y se deja llevar por una mirada excesivamente heteronormativa. Pero, insisto, más allá de alguna escena, de algún detalle, no creo que el eje central de la película sea el lesbianismo o el amor entre personas del mismo género. Quizás en este sentido lo que merece más la atención es que el personaje de Adèle es bastante queer, es más bien una mujer que se hace y se deshace, que siente pasiones distintas y que todas ellas la definen, por más que la veamos encajada en los barrotes del binarismo sexual. Y la homofobia que despierta su relación, y que la propia Adéle siente internamente, acaba siendo sólo un detalle accesorio.

Lo más relevante de esta película no es tanto la frase que dice un chico en una discoteca gay - "el amor no tiene género" - sino más bien la reflexión sobre el amor como una historia que acaba y que termina. Que nos eleva al cielo pero que también nos hiere. A veces tanto que nos deja medio muertos para el resto de nuestras vidas. El amor como salvación pero también como enfermedad. Y todo ello narrado de manera elegante, desnuda, con escenas y diálogos que, desde su pequeñez y cotidianiedad, nos dan las claves perfectas del contexto y los personajes. Un milagro que no habría sido posible sin las dos mujeres que lo protagonizan. Las actrices Adèle Exarchopouos (Adèle) y Léa Seydoux (Enma) logran el prodigio de que su deseo, su fuego, pero también su dolor, nos interpele directamente. Sus miradas, sus cuerpos, sus lágrimas. A través de ellas, y con ellas, también nos sentimos parte de sus dos capítulos. En ese péndulo que nos lleva desde la alegría de desear y sentirnos deseados al pozo hundo en el que caemos cuando el amor llega a su fin. El cine, una vez más, como ese espacio y ese tiempo en el que una mirada ajena nos abre en canal la nuestra y nos hace sentir las luces y las sombras que nos confirman en la imperfección.
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