CUANDO LLEGA la frontera de un nuevo año y casi todos hacemos propósitos de enmienda, estoy seguro de que una mayoría de nosotros sería feliz si el 6 de enero despertara con días de más horas. Un regalo imposible que nos advierte de cómo sobrevivimos en unas vidas aceleradas, en las que todo parece haberse vuelto urgente y en las que lo importante acaba en las afueras. Con el paso del tiempo, y una vez pasado ese frenesí que de jóvenes nos pide acontecimientos, empezamos a darnos cuenta de que en los relojes habita casi el único tesoro que nos hace más o menos ricos. Una lucha que en estos años salvajes se ha vuelto más dolorosa porque somos parte de un sistema que nos exige estar siempre productivos y a ser posible con apariencia de felicidad. De ahí que una de las revoluciones más radicales que hoy podríamos plantearnos sería la que nos llevara a otra relación con el tiempo y, por tanto, a un entendimiento de lo cotidiano mucho más ajustado a nuestra dimensión humana.
Pienso mucho en esta encrucijada cuando en momentos de celebración como la Navidad tiro del hilo de esa memoria y traigo hasta el presente lo vivido en décadas anteriores, sobre todo en una infancia en la que se forjó buena parte de quien soy. Si hay una imagen que de forma insistente me persigue en estos días de luces y prisas, otra vez prisas, es la de las mujeres de mi familia permanentemente ocupadas, con más trabajo del habitual, preocupadas por que todo saliera lo mejor posible: de la cena de Nochebuena a los regalos de Reyes, pasando por esos difíciles equilibrios que en todas las familias parecen siempre a punto de romperse. De la misma manera que sucedía en otras fiestas o rituales colectivos, ellas se veían obligadas a volcarse más de lo habitual y a hacer posible el milagro de que todo estuviera impecable, y que además diera la impresión de que los cubiertos relucientes o los manteles sin mancha habían llegado a la mesa como por arte de magia. También recuerdo que en muchas de esas actividades, mis abuelas y mi madre se dejaban llevar por una dimensión temporal hoy desconocida, la relacionada con la lentitud, la artesanía de las cosas bien hechas y la recreación de los instantes como posibilidad de alegría y belleza. Todo ello por no hablar de cómo, por ejemplo, las cocinas se convertían también en un espacio de conversación, casi un horno en el que se iban dorando los vínculos.
Me temo que una mayoría de hombres nunca ha sido consciente de cómo realidades como las descritas evidencian que durante siglos el tiempo de las mujeres fue un tiempo para otros, consagrado a una generosidad que en nombre del amor les restaba autonomía y que, en paralelo, nos situaba a nosotros en un lugar de privilegio. No es solo que carecieran de una habitación propia, sino que tampoco podían disfrutar de un tiempo propio, una limitación que, pese a todos los cambios positivos, sigue escandalosamente viva cuando llegan momentos del año como la Navidad o, en general, cuando se trata de armar lo común.
Por todo ello, cuando a los hombres se nos reclama corresponsabilidad no deberíamos pensar solo en una distribución de tareas, y ni mucho menos en la perversa ayuda que muchos graciosamente ofrecen a las que siguen planificando la vida diaria, sino que tendríamos que situarnos en una nueva negociación de los tiempos, así como en una implicación real por nuestra parte en esos trabajos invisibles que hacen posible que los días sean más llevaderos. Un reto que, además, y de manera colectiva, debería sumarse al de recuperar esas horas lentas y anchas en las que mis abuelas hacían milagros en la cocina o cuidaban macetas en el patio. En fin, una revolución personal y política que este año me atreveré a pedir en la carta que infantilmente escribo a la única monarquía con que sueña mi corazón republicano.
PUBLICADO EN EL NÚMERO DE DICIEMBRE/ENERO de GQ ESPAÑA



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