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YA ES NUESTRO EL CIRCO



Quienes fuimos niños raros, sin saber entonces lo esperanzador que podría ser un mundo torcido, nos pasamos media vida buscando semejantes con los que fundar una suerte de hermandad laica y libertaria. Tras la penosa tarea de abrir las puertas del armario, ese al que con cierta frecuencia uno siente la tentación de volver cuando las tormentas nos dejan el cuerpo tiritando, es como si arrastráramos una cola enorme, con trozos de telas apenas hilvanadas, agujereadas por insectos empeñados en chuparnos la sangre, como si fuera un recordatorio/reliquia de lo que fuimos y no podemos dejar de ser. La antítesis del vestuario brillante de una drag queen, prima hermana ésta de soledades y de canciones que nos salvan.  En este recorrido, que en ocasiones convertimos en un dramón con el que damos rienda suelta a todas nuestras lágrimas, vamos trazando mapas que nos permiten ubicarnos, en una geografía diríamos que paralela a la real y en la que, como si siguiéramos el rastro de las baldosas amarillas, nos abrazamos a libros y a películas, a versos y a banderas. Tan niños siempre. Y es así cómo la literatura, y el cine, y las músicas, nos permiten narrarnos de otra manera, como si ya no tuviéramos que pedirle permiso a la vida. 

 

Cuando en este puente de luces que hieren por las calles, como si fueran cristales que parten en dos los corazones de quienes no queremos sentirnos obligados a la felicidad, me refugié en mi casa-armario y leí al calor del brasero el último poemario de Gerardo Rodríguez, volví a sentir esa punzada de nervio y calor que algunas veces me recuerda, a lo Pedro Lemebel, que yo también tengo alas en mi espalda. Al leer Oxford circus, que por cierto me imaginé convertido en fotografías a través de los ojos de mi querido Fernando Bayona, otro circense que me ayudó a nombrar mis deseos, volví a sentir en estos tiempos de desesperanza la importancia de ver la luz con ojos torcidos y de no tolerar más la intolerancia. Yo, que supongo que también escribo para sobrevivir, como Gerardo, como todes, volví a subirme al trapecio  y desde ahí, en las alturas, me dejé quemar por los libros que ardieron y por quienes en su pecho llevaron siempre una piedra oscura. 

 

Oxford circus, que ha recibido con total justicia el III Premio de Poesía Marpoética, es casi un tratado antiacadémico sobre la extranjería y la otredad, sobre quienes han aprendido a escribir y a vivir sin renglones, sobre quienes, con Eva, fueron y son expulsados del paraíso.  O, de dicho de otra manera, es un bosque donde habitan monstruos hermosísimos, muertos que resucitan desde las cunetas y corchetes que se abren para que quepa toda la grandiosidad de lo humano. Con poemas tan dolorosamente hermosos como Pentecostés y Corpus Christi, dualismo de padre y madre que me llevó a un espejo de sueños y tropiezos, Gerardo nos reconcilia con los cuerpos podridos y con los opacos, con las agujas que de niño yo también tenía en los bolsillos, con el abrazo sin dar de los reyes de la casa. Hay mucho de memoria en sus versos pero también, menos mal, de futuro. De deseos que ya no están dispuestos a callar, de otredades que se resignifican, de brujas, como Remedios y Maruja, que nos acogen y nos cuidan. 

 

Oxford circus, que nos confirma que el dos es un número maldito y que los gerundios son la llama emancipadora de quienes no queremos dejar de bailar fuera de las jaulas, nos invita a “leer el porvenir con ropa de mujer y letras azarosas”. Un programa revolucionario para convertir los templos, también los del saber, en una feria con palomitas y algodón de azúcar. Tejiendo redes, porque somos sí somos, y ya no habrá cristales que, pegados a la planta de nuestro pies,  nos impidan desbaratar el puzle.

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