Los pies de una niña de siete años caminando por un suelo que rápidamente identificamos con una época de nuestras vidas. Los pies y las manos. Los ojos. La respiración de unos menores que viven un verano en el que la infancia, donde siempre hay de manera real o soñada una playa, les muestra el pliegue más doloroso de la vida. A la altura de los ojos de dos hermanos, Rita y Lolo, pero sobre todo de Rita, nos adentramos entre las costuras de un matrimonio, de un hogar, de un mal querer. En un verano sevillano de ventiladores y primeros aires acondicionados, de piscinas de barrio y azoteas con sábanas blancas tendidas al sol, recorremos con ellos, como si estuviéramos pegados a sus pechos que se aceleran y se encogen, los senderos de una cotidianeidad que todavía entonces, en los años 80 del pasado siglo, era un espacio privado. Donde regía la autoridad del pater familias y el silencio de las amas de casa que tenían como profesión “sus labores”. Unos años en los que todavía el matrimonio podía ser una cadena perpetua.
El gran acierto del sorprendente debut como cineasta de Paz Vega es contarnos una historia dramática y dolorosa, en la que bulle memoria personal y colectiva, desde un lugar que ha estado habitualmente ausente en el relato de las violencias machistas. El de los hijos y de las hijas que asisten no solo como espectadores, sino también como parte, a esa tensión permanente que recorre las habitaciones cuando hay un padre que solo parece conocer el lenguaje de la ira, aunque también en ocasiones le podamos ver como un tipo cariñoso y hasta como un perfecto vecino y trabajador. La actriz, que no solo dirige sino que también ha escrito el primoroso guion, ha tomado decisiones muy inteligentes para que la historia de Rita, pero que es también la de su hermano Lolo y la de su madre Mari, nos emocione y nos abra una de esas heridas que solo consiguen provocar los relatos en los que de alguna manera nos reconocemos. Para empezar, la película está rodada a la altura de la mirada de los niños. Son ellos, y sus miradas, y sus latidos, y sus respiraciones, los que dominan una escena en la que los adultos aparecen siempre en un segundo plano, a veces difuminados, como parte de un mundo que desde los cinco o siete años se ve como ajeno e incomprensible. Desde su altura e inocencia asistimos a conversaciones de mayores, a decisiones que cuesta entender, a costumbres que se repiten sin importar si dejan víctimas por el camino. En ese objetivo juega un papel esencial la fotografía que transita entre las penumbras de la casa donde conviven el amor y los gritos, la luminosidad de las calles de juegos y verbenas, el sol mágico que atraviesa las ventanas del hospital donde está ingresada la abuela o ese dorado de piscina que es para muchos el eterno verano de la infancia. Todo ello, además, es urdido por Vega con muchos y pequeños detalles, perfectamente ensamblados, que contribuyen a mostrarnos el contexto de una época, de un barrio y de una determinada clase social. En unos años en que España despertaba a la democracia y en los que, junto a consultorios nada feministas en la radio, muchas mujeres empezaban a preguntarse por la posibilidad del divorcio. Y aunque el relato se centra en el núcleo familiar, varios pequeños personajes contribuyen a completarlo para así mostrarnos el arco entero del despertar a la vida de los protagonistas. En este sentido son impagables la vecina que le enseña a Rita a bailar sevillanas, otra que por divorciada y libre genera todo tipo de suspicacias en el barrio o el solitario hijo de ésta que solo es acogido con ternura por la pequeña Rita.
Una película de este tipo, que tanto me recuerda al cine de Erice o de Saura, y que confirma lo necesario de la mirada de mujeres cineastas para enfocar lo que nunca mereció atención por los hombres, no se habría sostenido sin un reparto que se ajusta a la perfección al tono de un relato en el que se cuentan tantas cosas aunque sin que necesariamente sean explícitas. La misma Paz Vega se reserva el papel de madre y también nos sorprende con un tono y una presencia que la alejan de sus papeles más recordados, mientras que Roberto Álamo no necesita gran esfuerzo para hacer de ese padre, el “diligente buen padre de familia” según el Código civil, que tan bien aprendido tiene su rol de mantenedor del orden. El hombre proveedor al que el contrato de matrimonio convertía en autoridad al tiempo que negaba la autonomía de la esposa. El encargado de restaurar, incluso con violencia, ese orden en el que el papel de ellas solo podía ser la sumisión.
Pero, por encima de ellos dos, y del resto de actores y actrices que están impecables en sus pequeños papeles, la magia de esta película se debe sobre todo al niño y a la niña con los que atravesamos todo un arco de emociones, ilusiones y descubrimientos. La interpretación que Alejandro Escamilla hace de Lolo, el hermano pequeño, es de esas que te muestran cómo el cuerpo, la respiración, los ojos o los silencios de un niño no dejan de darnos clave sobre ellos mismos pero también sobre nosotros, los adultos. Es difícil olvidar su respiración en los momentos de mayor angustia, o su alegría cuando juega a ser un pistolero, o su torpeza cuando intenta abrir una bolsa de palomitas. A su lado, Sofía Allepuz, que bien podría ser una hija de la niña Ana Torrent, se convierte en la Rita que da título a la película y nos desarma con una mirada que va de la curiosidad al espanto, de la ternura a la tristeza, de los sueños a los cuchillos de la realidad. Tardaré mucho tiempo en olvidar su vestido blanco de fiesta, la cajita donde ella mantiene viva a su abuela muerta o su manos cuidadosas recogiendo los platos de la cena. La niña que le pide un beso al padre tras un día de patatas fritas y batidos de fresa, pero que casi a reglón seguido no tiene más remedio que constatar cómo en casa habita un ser monstruoso. Entonces es impresionante como la pequeña Sofía es capaz de hacernos vivir prácticamente una película de terror. De la misma manera que de su mano volvemos a vivir un primer amor o el sueño de la arena de la playa al meterse entre los dedos de nuestros pies.
Rita se convierte así en uno de los más deslumbrantes y prometedores inicios de carrera como cineasta de una mujer sobre la que yo mismo, me imagino que como muchos y muchas, he llegado a tener muchos prejuicios en los que, sin duda, sigue habiendo mucho de sexismo. Con su primera película nos los desmonta con autoridad y nos deja claro que atesora mucho cine, mucha vida y mucha inteligencia. Ojalá que tenga la oportunidad de seguir mostrándola desde el sur y con el talento propio de quién domina el arte de contar historias y, por tanto, de contarnos a nosotros mismos.
PUBLICADO EN EL BLOG QUIÉN TEME A THELMA Y LOUISE, Cordópolis:
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