Hace unas semanas Daniel Innerarity, uno de los pensadores más brillantes de nuestro país, nos advertía de que uno de los mayores problemas de la izquierda era su incapacidad para plantear un discurso alternativo al de las libertades individuales, tan exitoso para la derecha y tan acomodado a un modelo económico cuya referencia es nuestro ombligo. Ese agujero en el que flotan aparentemente felices nuestras ansias de consumo, nuestros deseos siempre por satisfacer y el horizonte limitado que adivinamos a través de nuestras anteojeras. En fin, todas esas marcas de fábrica que nos igualan en la estupidez y en el ansia de empoderarnos, tal y como nos educa el sistema. Frente a la exaltación de nuestra sagrada libertad, prima hermana de la propiedad, y por tanto irremediablemente condicionada por las desigualdades socio- económicas y culturales que nos atraviesan, pareciera que desde posiciones supuestamente progresistas no hubiera otra opción que prescribir comportamientos y sancionar desviaciones. Como si en lugar de imaginar una comunidad de diferentes nos conformáramos con acercarnos peligrosamente al sentimiento parroquial que generan los dogmas religiosos. Literalmente acojonados ante tanta amenaza de sanción, que no es sino el lado más oscuro y perverso de cualquier poder, incluido el Estado. Convertido éste en una especie de sanador de almas en vez de corrector de desigualdades. Alentado por el canto cada vez más alto de psicólogos, psiquiatras y otros médicos del espíritu.
Yo también estoy con Daniel en que necesitamos pensar e imaginar otros relatos. Basados en la esperanza y en la proyección en lo colectivo. Desde los que reivindiquemos, además de, por supuesto, justicia social y reequilibrio de bienes, la alegría de vivir, los placeres de los días y la energía transformadora del bienestar compartido. La idea revolucionaria de que nuestra felicidad solo puede ser política, es decir, si lo es con otros y con otras. En esa danza que es permanentemente inestable y compleja, imperfecta pero jugosa, ya que parte del presupuesto de que nuestras benditas diferencias no pueden amparar discriminaciones. Un baile que implica activar los mecanismos sensoriales y psicológicos, también políticos, de la empatía y el reconocimiento. En fin, las claves de un espacio común en el que despojarnos de nuestra máscara de dioses y tipos duros – algo que hoy por hoy los tíos seguimos llevando muy mal – y en el que tendremos que aprender que bailar es también salir del propio cuerpo para ser parte de otro. En una fusión ardiente que nada tiene que ver con las reglas perversas de la posesión y el dominio. El amor, en fin, entendido como llave desde la que imaginar que el temblor que nos provocan los besos de la persona amante/amada es una energía muy parecida a la que nos permite remover cimientos del dolor colectivo.
No se me ocurre mejor propósito para empezar un nuevo año en el que adivinamos tan malos augurios y amenazas. Donde todo parece oler a la pólvora de la guerra, a la sequía que no llora y al sinsabor de los números que engordan a nuestras espaldas. Es la mejor receta contra el miedo que nos venden desde púlpitos y tribunas. Contra las amenazas que nos domestican y nos vuelven pequeñitos como insectos. Frente a tanto extremista de la libertad individual y de la normalidad tranquilizadora, no hay mejor respuesta que tejer lo común, esa tarea siempre urdida por las mujeres, y desafiar a los salvadores con la desarmante estrategia de imaginar otro mundo posible. Sabiendo que lo que nos iguala es ese frágil cuerpo que vamos redefiniendo y reconstruyendo a lo largo de los años, sin tregua, y que no hay mayor placer, para nuestros sentidos y nuestra inteligencia, que el que nace de las manos que se entrelazan y confían.
* PUBLICADO EN EL NÚMERO DE DICIEMBRE 2022/ENERO 2023 DE LA REVISTA GQ SPAIN
* Ilustración de JUAN VALLECILLOS
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