“Islas que no pisaremos. Islas en las que nunca desembarcaremos. Islas cubiertas de vegetación. Islas camufladas como jaguares. Islas mudas. Islas inmóviles. Islas memorables y sin nombre”.Blaise Cendrars
Pocas
cinematografías como la francesa con capaces de abordar con tanto acierto, de
manera tan “republicana” diríamos, como las diferencias sociales y económicas inciden
en la (des)igualdad de la ciudadanía y, en estrecha relación con ellas, el
papel central de la educación en la emancipación de los individuos pero también
en la forja de una conciencia cívica compartida. El cine francés de las últimas
décadas está lleno de reivindicaciones de la educación pública en contextos
sociales cada vez más plurales y diversos – recordemos, por ejemplo, "La clase" de
Laurent Cantet o la ya clásica "Hoy empieza todo" de Tavernier - , así como del papel de los y las educadoras en la conquista de
eso que en términos constitucionales podemos identificar con el “libre desarrollo
de la personalidad”.
El
segundo largometraje de Samuel Theis se inscribe en esa genealogía del cine
francés que tanto echo en falta en una cinematografía como la nuestra, donde
escasean las producciones que pongan el foco en triángulo desigualdad social-ciudadanía-educación.
La historia de Johnny, un niño de 10 años que vive en un contexto familiar de
desarraigo y temblores, entre un padre ausente y una madre que sobrevive de
mala manera y que apenas le presta atención, junto a un hermano adolescente que
va a lo suyo y una hermana pequeña a la que cuida como si fuera un adulto, es
un relato tierno y conmovedor, duro y emocionante, de varios despertares. Todos ellos confluyen en el espacio de la
escuela y en la figura de un maestro que hará que Johnny mire más allá de la
dura realidad que le ha tocado en suerte y se plantee otros horizontes. La
posible emancipación de los lastres que supone vivir sin recursos suficientes,
sin afectos que lo arropen y sin más futuro que dejarse llevar, como hace su
madre, o su hermano, mayor, por las inercias de una vida condenada a la miseria.
Al mismo tiempo, ese despertar, que supone la toma de conciencia del lugar del
que se quiere huir, va a acompañado del que supone para el chico empezar a
sentir su cuerpo, su piel sus deseos. El
amor que, en su caso, es también un grito que pide afectos y una necesidad
última de abrazos y caricias. El temblor del niño que empieza a saberse
distinto y que mira a su maestro con los
ojos de quien ve en él un regazo, una isla donde naufragar sin miedo. El lugar
de los temores es ocupado por un cosquilleo entre el pecho y el vientre.
La hermosísima historia que nos cuenta Petite nature no sería posible sin el cuerpo y el rostro del jovencísimo Aliocha Reinert que encarna un Johnny que a veces parece más un ángel que un niño, en el que es posible confundir los géneros y del que incluso daría igual qué genitales tuviera entre las piernas. Un ser de luz que ha sido forjado, por las circunstancias que le ha tocado vivir, en una singular ética del cuidado y en un rechazo de la violencia. Lejos de las fratrías de chicos que marcan su terreno como lobos. Tan delicado y tierno como un Orlando trasladado a las afueras del siglo XXI. Un buen ejemplo de “otra” masculinidad, o incluso yo diría de negación de la masculinidad, que despierta y toma conciencia de la importancia de alzar el vuelo, que se aferra a la lectura que le regala el maestro como pasaporte hacia el futuro, que ve en el arte una ventana que se abre a otras posibilidades y que, al borde de la adolescencia, siente cómo sus labios arden en deseos de besar a otro hombre. Todos estos ingredientes, que en otras manos podrían haber dado lugar a una acumulación melodramática de excesos, o en un ejercicio romanticón de tópicos y estereotipos, se convierte en la película de Theis en un poema parecido al que Johnny, nervioso e iluminado, recita ante su amado maestro Jean (Antoine Reinartz). Cuando con las palabras y el movimiento de sus manos apenas adivina la salida del laberinto. La que al fin vislumbra en su piel de hombre por (des)hacer cuando baila frente al espejo en lo que sería una ceremonia de autorreconocimiento y liberación.
El espejo que estalla
en mil pedazos frente a las expectativas de una masculinidad empeñada en enseñarnos que
los hombres duros no bailan.
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