Escribo estas líneas cuando en el Parlamento se ha vuelto a abrir el debate sobre la abolición de la prostitución, una de esas cuestiones que provoca reacciones apasionadas y que incluso genera tensiones dentro del feminismo. Siempre he creído que la respuesta a esta realidad, que no es sino la propia de un sistema en el que se dan la mano privilegios patriarcales e intereses económicos, sería mucho más evidente si planteáramos la pregunta de otra manera. Es decir, si nos cuestionáramos si disponer del cuerpo de una mujer, dinero mediante, debe ser entendido como un derecho de los hombres o como un privilegio. Si la respuesta es la primera, estaríamos santificando el patriarcado. Si es la segunda, que es la que yo estimo correcta, debería ser una lógica consecuencia plantearnos la abolición de ese privilegio y la adopción de todas las medidas, complejas y de largo recorrido, que ayudarían a terminar con lo que hoy por hoy sigue siendo uno de los más brutales ejemplos de servidumbre femenina.
El debate sobre la prostitución, que está hoy irremediablemente unido al que pone el foco en una pornografía que se ha convertido en la peor escuela de sexualidad imaginable, nos lleva a su vez a preguntarnos por el modelo de sexualidad que los hombres seguimos teniendo como modelo. Una sexualidad en la que, como en otros muchos espacios, nos seguimos considerando los importantes, que se convierte en herramienta de (re)afirmación de nuestra virilidad y en la que ejercemos y expresamos dominio sobre las mujeres, cuyos cuerpos y deseos distan de ser concebidos como equivalentes a los nuestros. Ellas continúan siendo las sujetas disponibles, marcadas por la ley del agrado y en gran medida deshumanizadas por unos hombres que, de esta manera, logramos desconectar moralmente de las acciones lesivas sobre la dignidad de esas a las que percibimos como “idénticas” a nuestro servicio. Desde esta perspectiva, la sexualidad masculina es un problema político porque expresa relaciones de poder, incide en la percepción social de lo que se entiende por hombre y mujer, y reproduce al tiempo que alimenta violencias de todo tipo. Esas que justamente ahora la pornografía masivamente consumida por Internet nos pretende vender como una expresión más de la sexualidad, cuando no son más que formas de violencia sexual.
Los hombres tenemos pendiente una revolución sexual. También quienes nos situamos fuera del marco heteronormativo, porque con frecuencia reproducimos los esquemas que la virilidad falocéntrica nos impuso desde niños. Una revolución que pasa por incorporar a la cama la empatía, la reciprocidad y el disfrute compartido. Que lejos de confundir con posiciones moralistas o puritanas, se apoye en la concepción más liberadora de la sexualidad, tan ligada a los deseos y la imaginación. Un horizonte que pasa por despojarnos de la capa de superhéroes que llevamos puesta incluso cuando estamos desnudos y por no darle tanto valor a la potencia de un órgano viril que hemos convertido en metáfora de nuestro vertical poder. En esto, como en tantas otras cosas, tendríamos que escuchar más a las mujeres, valorar sus deseos y aprender de lo mucho y bien que saben reinventarse. Estoy convencido de que una sexualidad leída y vivida con estas claves sería más satisfactoria, rica y plural. Permitiría desmontar a su vez tantos imaginarios que nos impiden contemplar al Richard Gere de Pretty Woman como un putero. Y nos ayudaría a entender que no estamos ante una guerra de las mujeres contra nosotros, sino ante una propuesta emancipadora también para quienes siempre vivimos la ficción de creernos superiores a ellas.
Como desde hace años canta Guille de La casa azul, ojalá en este “verano del amor” suceda esa revolución que nos salve de un futuro catastrófico, que nos quite el maquillaje con el que disfrazamos nuestra identidad, y que no sea, una vez más, una revolución para nosotros y a costa de ellas. En fin, una revolución sexual que o será compartida o será involución.
PUBLICADO EN EL NÚMERO DE JULIO/AGOSTO DE LA REVISTA GQ
La ilustración es de JUAN VALLECILLOS
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