Desde que somos unos niños la mayoría de los relatos que nos acompañan, y en los que nos miramos como espejos desde los que se nos lanzan mandatos de género, tienen como protagonistas a hombres heroicos, invencibles, valientes y aventureros. Esos que más tarde, cuando llegamos a la adolescencia, vemos reflejados en cuerpos hiperviriles que nos dictan lo que significa ser un hombre de verdad también a través de los músculos. Cuando vamos cumpliendo años, la madurez nos otorga un prestigio y una autoridad que ya quisieran las mujeres. En todo este recorrido, faltan narraciones que nos muestren “otras” masculinidades, las que están en los márgenes, las que viven lejos de la perfección, las que no responden a los cánones que el mercado nos dicta como ideal de éxito, las que poco tienen que ver con el “invictus” del anuncio. Nuestros imaginarios, que construye la cultura y que alimentan quienes nos ofrecen productos listos para consumir, carecen de esa parte de humanidad que también nos habita: la relacionada con nuestra inevitable fragilidad. La que se pone de manifiesto, por ejemplo, cuando el cuerpo nos falla, cuando los años nos deterioran o cuando ciertos momentos críticos nos ponen en la tesitura de buscar respuestas a interrogantes que no controlamos.
Afortunadamente, poco a poco, nos vamos encontrado en los relatos audiovisuales otro tipo de personajes masculinos y de historias en las que nosotros no somos héroes. Uno de esos relatos, del que acaba de estrenarse la tercera temporada, es El método Kominsky, una de esas series aparentemente pequeñitas que, en el espacio de la comedia, nos sacude con una historia de hombres en declive. De varones que han dejado de estar en las portadas, a los que ya no les responde el cuerpo como antaño y que se asoman a ese precipicio inevitable que nos conduce sin excepción a la muerte. Además, los dos protagonistas que interpretan unos maravillosos Michael Douglas y Alan Arkin, tienen una relación que también se aleja de las pautas que tradicionalmente desarrollamos los hombres con nuestros colegas de fratría. Se trata de una relación basada en la complicidad afectiva, en la intimidad, en el reconocimiento del otro y no tanto en el colegueo o en la competitividad, en fin, una amistad basada en el cuidado. Ese que, como canta el eterno Battiato, siempre nos salva de las corrientes gravitacionales. Y el humor, siempre el humor, como ese abrazo que nos permite aligerar peso y sentirnos parte de un todo. La risa que se contagia y que se multiplica, tan salvadora en estos tiempos de ruido y trincheras.
El método Kominsky es uno de esos relatos que necesitamos para ir desarmando la masculinidad que acaba siendo como una jaula. Eso sí, una jaula que nos recompensa con poder y privilegios, pero con barrotes en todo caso. Mirarnos como hombres en el espejo de Sandy y de Norman nos permite reconocernos también en el fracaso, en las heridas, en la soledad, en la angustia que nos acompaña cuando nos fallan las fuerzas y cuando las hojas del calendario se aceleran. Una lección imprescindible para desmontar unos penosos mandatos que nos encierran y nos empequeñecen, pese a la ilusión de creernos siempre los reyes del mambo. Reír y llorar con el actor fracasado y su agente, y verse reflejado en sus cuerpos frágiles y en sus rostros arrugados, puede ser un buen comienzo para tomar conciencia de cuánto mal nos hace a los hombres el mandato de omnipotencia y de lo urgente que es que empecemos a reconciliarnos con la de humanidad que nunca quisimos ver: la que misóginamente percibimos como femenina. No se me ocurre mejor receta para el verano que empieza que iniciar esa desaprendizaje con humor y cuidado. Como Norman y Sandy. Un método infalible. Y divertido.
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