Pocas escritoras tienen la fuerza narrativa que sigue demostrando Joyce Carol Oates a sus más de 80 años. Pocas como ella son capaces de describir con tanta intensidad contextos violentos, enredaderas familiares, tensiones de poder y sexo, y en ellas, habitualmente, como protagonistas, mujeres que tienen que derribar muros y reconstruirse. Personajes femeninos a los que con frecuencia un patriarca – el padre, los hermanos, las parejas – someten y humillan. Todo ello, al mismo tiempo que con una energía desbordante destripa y deja al descubierto las entrañas de un país, los Estados Unidos de Norteamérica, y de una cultura marcada, todavía hoy, por el racismo y por el machismo, dos de los elementos que son una constante en la obra de Oates. La autora, que nos tiene acostumbrados a casi un libro por año, y que además suele expandirse en novelas de cientos de páginas, retrata los ambientes y los personajes con la precisión de un bisturí, sin grandes alardes formales que desvíen la atención. Con frecuencia, con la frialdad de un acta notarial, pero siempre con un lenguaje preciso, con unos párrafos en los que ni sobra ni falta nada. Leer a la Oates es sentir el desasosiego como una forma de belleza.
En su última novela, titulada en español Delatora, pero cuyo título original refleja con mayor contundencia el horror que cuenta (My life as a rat), la protagonista es Violet Rue Kerrigan, una joven que recuerda su vida después de que, con doce años, ofreciera su testimonio sobre el asesinato racista de un niño afroamericano por parte de sus hermanos mayores y la apartasen de su familia. Más allá de temas que recorren todo el libro – el choque entre la lealtad a la familia y las exigencias de la verdad, el entorno familiar como espacio de represión pero también como sostén de vínculos emocionales -, Delatora nos ofrece un perfecto retrato de una estructura familiar patriarcal y de una cultura, la machista, en la que Violet y sus hermanos son educados. Una cultura con una división tajante, y jerárquica, entre el mundo masculino y el femenino: “Para papá, el mundo estaba inapelablemente dividido: varones y hembras”. Una cultura en la que se normaliza la violencia – por supuesto, hacia las mujeres, pero también hacia otros hombres – y en la que ellas, desde pequeñas, aparecen más como objetos que como sujetos, deseables y apetecibles, necesitadas en el mejor de los casos de protección masculina. “La amenaza sexual de los chicos disminuye en gran medida por la (simple) existencia de hermanos. A no ser, por supuesto, que los hermanos de la chica constituyan la amenaza (sexual)”.
La durísima peripecia vital de Violet, que progresivamente le va haciendo tomar conciencia de como el sistema – patriarcal – ha condenado por ejemplo a su madre un rol de sometimiento (“Así que tu madre no se atrevía a hablar largo y tendido. Dijera lo que dijese, o aunque no dijese nada, tu padre le quitaba la palabra, su voz impaciente y a trompicones como una excavadora desbocada”), es narrada por Joyce Carol Oates sin subterfugios ni disfraces románticos. La novela es, por tanto, descarnada. Se palpa, se huele y se siente la carne sufrida, el dolor encarnado en el cuerpo de Violet. Los cuerpos femeninos disponibles y escrudiñados por la mirada masculina: “Eso es lo que se echaba en cara a mujeres y jovencitas que se exhibían: su cuerpo. Sobre todo si ese cuerpo era a todas luces imperfecto (…) Nunca se acusaba de manera parecida a hombres o muchachos. No parecía existir equivalente masculino para mostrar un mínimo, para exhibirse. Como tampoco - algo que descubrirías más adelante – existe equivalente masculino para zorra, para furcia”. Y, en paralelo, el asco que generan los cuerpos masculinos dominantes y deseantes. Cuestión de poder y autoridad: el padre, el profesor, el hermano mayor, el tío protector. Porque Delatora, más que una reflexión sobre los infiernos familiares es una mirada, sin concesiones, sin matices, sobre la brutal y silenciada en muchos casos violencia sexual que sufren las mujeres. Sobre la extrema vulnerabilidad que sufren, muy especialmente en aquellos casos en que, como Violet, han sido moldeadas en un entorno de negación y violencia. En este sentido, la novela nos ofrece también un exquisito retrato de las masculinidades que deberíamos superar, las que representan el padre y los hermanos de Violet, como también algunos de los hombres que ella se va encontrando a lo largo de su vida. El patriarca que todos deberíamos desmontar y que vemos singularmente hecho hombre en la figura del padre: “… papá detestaba los lloriqueos y a los lloricas. A tus hermanos no se les ocurría orinarse encima ni lloriquear. Gritar, moldearse, empujarse escaleras abajo, poner patas arriba una mesa en el vestíbulo, estrellas la vajilla contra el suelo de la cocina: comportamientos así eran preferibles al despreciable lloriqueo que papá asociaba con mujeres y niñas. Con bebés”. Una masculinidad que se reproduce a través de pactos – “En mis hermanos se veía a sí mismo y, en consecuencia, encontraba fallos, incluso vergüenza, necesidad de castigarlos. Pero también padecía una ceguera, la imposibilidad de separarse de ellos” – y que se proyecta sobre las mujeres en forma de control – “Nos emocionaba obedecerlo, disfrutábamos con su interés, con su amor. Es el suyo un cariño protector, un deseo de apreciar, pero también de controlar, incluso de coaccionar. No era un deseo de conocer, de descubrir quiénes éramos o podríamos llegar a ser”.
Delatora es una muestra más del enorme talento de Joyce Carol Oates, eterna candidata al Nobel, y supongo que escritora incómoda para machitos que no soportan ni su lúcida valentía ni su productividad literaria. Como tampoco que en su caso, como en el de tantas mujeres, y a diferencia de lo más habitual en los hombres, lo años le otorguen libertad y solidez. Una novelista que nos recuerda con cada obra que la buena literatura es aquélla que nos interpela y nos sacude, a veces con preguntas tan obvias como ésta: “Piensas que tus padres te quieren, pero ¿es a ti a quien quieren, o a la criatura que es suya?".
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