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AKELARRE: El miedo masculino al poder de las mujeres




Más allá de las múltiples implicaciones teóricas y políticas, incluso económicas – recordemos el clásico de Silvia Federici, Calibán y la bruja - , que podríamos recordar al hablar de las brujas, lo más relevante de la historia que nos cuenta Akelarre, sobre todo si trasladamos el ejercicio de memoria a los debates contemporáneos, tiene que ver con lo que dice una de los personajes secundarios, una de mujer arrugada por el tiempo y que optó por el silencio para sobrevivir: “Los hombres temen a las mujeres que no temen a los hombres”.  Esta es la idea central que nos recrea la dura pero hermosísima película del argentino Pablo Agüero que, aunque situada en el País Vasco francés del siglo XVII, nos está hablando de las reglas patriarcales que se perpetúan a lo largo de los siglos y que llegan hasta un siglo XXI en el que todavía siguen generando miedos, rechazos y críticas las mujeres autónomas, las que son capaces de guiarse por sus deseos propios y no por la satisfacción de los ajenos, las que hablan su propia lengua y la comparten con quienes con ellas forman una red que las sostiene. Akelarre nos habla de religión y de poder, del miedo a la diversidad – esa lengua que solo sirve para relacionarse con las bestias -, de los intentos de definir lo humano por parte de quién posee el trono, pero también, y sobre todo, nos habla de cómo las mujeres que han subvertido los márgenes en los que estaban confinadas han sido siempre vistas como una amenaza. El monstruo desafiante frente a un hombre que las acaba viendo como serpientes venenosas, como la tentadora Eva que los expulsa del paraíso, como las mujeres fatales del cine que los conduce a la perdición y que, sin embargo, les hacen caer en el laberinto de su cuerpos. En este sentido, el “duelo” entre la “bruja” Ana – una estupendísima y para mí recién descubierta Amaia Aberasturi - y el “inquisidor” que interpreta Alex Brendemühl , transmite una tensión física, erótica, sensual, de poder, en la que vemos como ella, la mujer pública, la puta, la rara, la rebelde, es capaz de dominar la situación y, con su propio lenguaje, manifestar su poder. Un poder ante el que Adán, tan frágil y miedoso en el fondo, solo sabe responder con el dominio que le otorga la violencia. Todo un clásico: las violencias masculinas como herramienta para mantener a las mujeres en el estatus de subordinación que las heterodesigna. El fuego para silenciar todo aquello que amenaza el orden y los privilegios. Las voces autónomas de las mujeres como el grito más radical de lo que supone la democracia.

 

La ambientación, la cuidada fotografía, las luces y las sombras, los paisajes abiertos frente a los claustrofóbicos interiores, todo en esta película está al servicio de una especie de fábula de terror que, sin embargo, nos relata las verdades más hondas y prolongadas de una cultura que nos sigue marcando. Y pese a tanta oscuridad, pese a tanto dogma que crucifica y tanta hoguera que quema libros y mujeres, hay en Akelarre una luminosidad esperanzadora. La que vemos en las ropas blancas de las adolescentes, la que nos regala el vestido amarillo que luce Ana, la que compartimos en un baile que es una ceremonia de emancipación. El baile de las mujeres, la revolución de Emma Goldman, los sueños compartidos por las mujeres que al fin vuelan. La sororidad como salvación. Y sí, como siempre, el terror de los hombres ante la fuerza, ante el poder, de muchas mujeres soñando un mismo sueño. Es que ahora tantos debates infértiles parecen estar condenando a convertir en pesadilla: la que siempre han soñado tantos hombres como paraíso del que nunca ellos serían expulsados.

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