En un diciembre en el que, pese a todo, las luces navideñas han vuelto a meterse por mi ventana, y en el que yo no he tenido que hacer muchos esfuerzos para evitar las fiestas que siempre me hirieron, he abierto la agenda que me espera con unas sensaciones que no recuerdo haber experimentado antes. Supongo que con más incertidumbres y miedos que nunca, con el temblor inevitable del que pasa las páginas por venir con interrogantes mayúsculos, con esa sonrisa a medias que no llega a ser sonrisa del todo porque acumula en su trastienda las lágrimas del año pasado. En medio de esta ebullición nerviosa, que me recuerda al agua a punto de rebosar o, mejor, al café cuando va subiendo por la cafetera de siempre, sueño con los viajes que me quedan por hacer, con los abrazos acumulados sin dar, con todas las películas que espero ver en una sala de cine, con todos los bailes que me gustaría compartir en cualquiera de las ciudades en las que sé que vive un pedazo de mí. Voy sumando y me salen 2021 razones para, afortunado como me siento, lanzarme al nuevo año con un equipaje mucho más ligero, con una manos ansiosas y necesitadas de coger otras manos, con un propósito político, que no de enmienda, que ha de empezar por levantar la vista de mi ombligo. Ese al que he dedicado tanto tiempo con el pretexto de la pandemia y en el que he sentido que brotaban zarzas y flores venenosas.
Sueño, tras una nochevieja en la que como hace ya tantos años no me vi obligado a disfrazarme, con una avenida inmensa, ocupada por rostros que al fin se miran y se hablan, por labios que besan y bocas que muerden suaves como aquel amante que una noche bajó del cielo para robarme un pezón. Y en esa fiesta, que tiene mucho del niño que no dejé de ser, me dejo llevar por las promesas que necesito escuchar al oído. 2021. Como si todas las cifras que nos han machacado el pasado año se hubieran convertido en versos que ahora nos esperan colgados de los árboles.
* Este artículo fue publicado en el número de febrero de 2021 de la revista GQ
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