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2021

Nunca antes una sola cifra, un número tan rato y hasta tonto como 2021, había albergado tantas esperanzas. Ni siquiera yo, que nunca he vivido el tránsito de un año a otro como si fuera una puerta que se abre, porque para mí los ciclos siempre han empezado en septiembre, he podido sustraerme a la posible magia que todas y todos queremos ver en ese horizonte cercano. Como no soy de los que piensan que lo vivido en 2020 nos vaya a convertir en mejores seres humanos, entre otras cosas porque seguimos infectados de muchos virus para los que de momento no existe vacuna, mi esperanza tiene mucho de eso que llaman el pesimismo de la razón y el optimismo de la voluntad. Porque tal vez, nuestro único salvavidas, más allá de esas inyecciones que esperamos como el mejor regalo de Reyes, sea mantener ese hilo de luz que nos acaba llegando a través de las ventanas abiertas del invierno. El mismo que nos acarició en la primavera en que nos arrebataron las calles, el que nos deslumbró en un verano de playas y terrazas, el que volvió tímidamente a consolarnos cuando el otoño nos demostró lo pequeños y frágiles que somos. Esa luz que, en muchos casos sin quererlo ni casi sin conformarnos, nos ha reconciliado con lo más próximo, con lo más pequeño, con esos espacios sobre los que antes pasábamos de prisa o de puntillas. Como si no quisiéramos que quedaran pegados a las suelas de nuestros zapatos, siempre preparados para lanzarse a la aventura de lo público, al polvo de las calles, al ruido y a los apretujones. A ese calor humano que a veces se vuelve tan inhumano y que, sin embargo, es el termómetro en el que nos reflejamos y nos reconocemos.

 

En un diciembre en el que, pese a todo, las luces navideñas han vuelto a meterse por mi ventana, y en el que yo no he tenido que hacer muchos esfuerzos para evitar las fiestas que siempre me hirieron, he abierto la agenda que me espera con unas sensaciones que no recuerdo haber experimentado antes. Supongo que con más incertidumbres y miedos que nunca, con el temblor inevitable del que pasa las páginas por venir con interrogantes mayúsculos, con esa sonrisa a medias que no llega a ser sonrisa del todo porque acumula en su trastienda las lágrimas del año pasado. En medio de esta ebullición nerviosa, que me recuerda al agua a punto de rebosar o, mejor, al café cuando va subiendo por la cafetera de siempre, sueño con los viajes que me quedan por hacer, con los abrazos acumulados sin dar, con todas las películas que espero ver en una sala de cine, con todos los bailes que me gustaría compartir en cualquiera de las ciudades en las que sé que vive un pedazo de mí. Voy sumando y me salen 2021 razones para, afortunado como me siento, lanzarme al nuevo año con un equipaje mucho más ligero, con una manos ansiosas y necesitadas de coger otras manos, con un propósito político, que no de enmienda, que ha de empezar por levantar la vista de mi ombligo. Ese al que he dedicado tanto tiempo con el pretexto de la pandemia y en el que he sentido que brotaban zarzas y flores venenosas.

 

Sueño, tras una nochevieja en la que como hace ya tantos años no me vi obligado a disfrazarme, con una avenida inmensa, ocupada por rostros que al fin se miran y se hablan, por labios que besan y bocas que muerden suaves como aquel amante que una noche bajó del cielo para robarme un pezón. Y en esa fiesta, que tiene mucho del niño que no dejé de ser, me dejo llevar por las promesas que necesito escuchar al oído. 2021. Como si todas las cifras que nos han machacado el pasado año se hubieran convertido en versos que ahora nos esperan colgados de los árboles.


 * Este artículo fue publicado en el número de febrero de 2021 de la revista GQ

 

 

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