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Para mí los años empiezan en septiembre. Cuando llega la vuelta a clase, regreso a las aulas y me encuentro con un alumnado recién llegado a la facultad e intento, no siempre con éxito, volver a la edad que tienen quienes me miran expectantes. Recién aterrizados en la mayoría de edad, algo perdidos, inquietos, no sé si con muchos sueños en la mochila o si han llegado a la facultad arrastrados por una inercia un tanto absurda. El ciclo se repite y comienza siempre distinto. Como el actor o la actriz que cada tarde se enfrenta a un público diverso y sabe que no interpretará de la misma manera a sus personajes.
La vuelta a clase siempre me trae inevitables mariposas en el estómago, nervioso como si fuera el primer día que me subo al estrado, con los bolsillos llenos de jardines. Este septiembre, sin embargo, no será como otros septiembres. Volveremos a las aulas sin que la alarma haya dejado de sonar en nuestros oídos, con la mascarilla tapándonos parte del rostro, guardando distancias de seguridad, con muchos menos chicos y chicas tomando apuntes enfrente de mí, con una cámara que a lo Gran Hermano me grabará para que otros y otras me escuchen en sus habitaciones.
No podré caminar entre ellos y ellas, ni sentarme sobre sus mesas como quien lo hace en el banco de un parque, deseoso de entablar una conversación que siempre se sabe cómo empieza pero no cómo termina. Tendré que desinfectarme las manos cada vez que pulse una tecla del ordenador, que coja un bolígrafo para firmar, que presione el pomo de la puerta para entrar en un espacio en el que en este septiembre tendré que adivinar el cansancio, la rutina, la insolencia o incluso el entusiasmo a través de unos ojos que andarán tan perdidos como los míos.
Estaremos más cerca de los cíborgs de un cómic futurista que de los humanos que necesitan aprender mediante el encuentro y la empatía. Habremos dado un paso para acercarnos a las máquinas, aunque seguiremos arrastrando la fragilidad creciente de unos seres que no somos nada, apenas una mota de polvo, frente a los virus microscópicos o frente a los icebergs que se derriten.
Ha llegado la vuelta a clase, y yo empezaré septiembre, y el programa de cada curso, y la inevitable tensión entre la realidad y el deseo que me mantiene vivo como profesor, con el alma agujerada, como si fuera un colador. Tan vulnerable como un mamífero sin leche que beber o como una lagartija en el patio de un colegio.
Me costará más que nunca transmitir a mis alumnos y a mis alumnas la pasión por aprender, o sea, la virtud intelectual de la duda, la emoción indescriptible que te arrastra cuando conectas la primera con la última lección, la energía que te sostiene cuando haces de las ideas una suerte de alambre por el que caminas como si estuvieras en un circo. Tendré que hablarles de derechos, de libertades, de seguridad, de ciudadanía, y no me quedará más remedio que hacerlo con un escepticismo que espero no llegue a la desesperación.
Quizás deba empezar la vuelta a clase explicándoles que nos ha tocado vivir en un permanente estado de excepción. Me agarraré como nunca a mi optimismo congénito, a ese que siempre ha hecho posible que me salgan alas en la espalda incluso cuando mi cuerpo disidente andaba por desiertos y entre batallas. Trataré de ponerme en la piel de los años de mi alumnado para así entender que lo que les explico sólo tiene sentido mirando hacia el futuro. Hacia los septiembres que vendrán. Porque el de este 2020 será un paréntesis al que sólo le pondremos final cuando entendamos que el covid-19 no es el peor virus que nos acecha.
*Este artículo se publicó originalmente en el número 267 de GQ.
https://www.revistagq.com/noticias/articulo/vuelta-a-clase-septiembre-universidad-opinion-octavio-salazar
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