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LA UNIVERSIDAD DOMESTICADA

Las fronteras indecisas
Diario Córdoba, 30-9-2013

Empiezo mis clases con el mismo cosquilleo nervioso que la primera vez, entusiasta ante la enorme responsabilidad que asumo, deseoso de transmitir a mi alumnado eso que la doctrina llamó el "sentimiento constitucional" y, sobre todo, la necesidad, ahora más que nunca, de contar con sus mentes despiertas y comprometidas. Les recuerdo que el saber y la inteligencia es también cuestión de entrenamiento, de trabajar al máximo los músculos del alma y de no aceptar la realidad como un dogma sino como un campo de batalla en el que las armas son las preguntas. Les insisto en que me gustaría que fueran hombres y mujeres rebeldes, porque, como bien sentencia Philip Roth, "el pensar es la mayor transgresión de todas" y "el pensamiento crítico es la subversión definitiva".
Pese al entusiasmo que me impulsa cada septiembre, este año me cuesta más que nunca transmitirles la pasión por unos valores que nos amparan y la credibilidad de un sistema que se agrieta lentamente pero sin pausa. Es imposible disfrazar una realidad que huele a podrido y esquivar el pozo hondo y oscuro por el que se hunde el sistema que nos permitió dejar de ser súbditos y convertirnos en ciudadanos. Aunque esta situación crítica me haga más militante que nunca con los principios en los que creo, me resulta tremendamente complicado despertar sus miradas dóciles cuando todo lo que les rodea parece susurrarles esos versos tan machistas que dicen "me gustas cuando callas porque estás como ausente".
Me siento, además, un bicho raro en una institución que parece tan cómplice de este estado de anestesia general. Hace tiempo que asumí con alegría los costes de mi heterodoxia pero eso no impide que me rebele cada día contra los silencios que me rodean, contra la domesticación de tantas cabezas brillantes que se supone deberían estar liderando propuestas y alternativas, contra el letargo de quienes parecen haberse acostumbrado a una actitud reaccionaria, comodona y servil. Esos mismos que, se supone, deben transmitir el cuerpo y el alma de los saberes a los futuros profesionales, pero que parecen no inmutarse cuando permanentemente traicionan el que yo creo que debería ser el verdadero espíritu universitario. Ese que poco tiene que ver con las máscaras de las ceremonias y los encajes rituales, sino el que entronca con la responsabilidad social de una institución que debería ser inconformista, batalladora, incluso revolucionaria.
Nunca en las últimas décadas ha habido más motivos que ahora para que, como universitarios, alcemos la voz y nos convirtamos en referente que resuene en el espacio público y en generadores de alternativas. Sin embargo, lo único que detecto a mi alrededor es un victimismo facilón en el mejor de los casos y un acomodo cínico en muchos de los que, también en esta casa que no es tan impoluta como parece, se benefician de las prebendas con que el poder premia a los que no son aguafiestas. Indudablemente son muchas las carencias que tiene la Universidad española, como muchas son las barbaridades autonómicas que en los últimos años han inflado un sistema insostenible, y como también es cierto que son más de las que parece las aportaciones positivas de muchos que proyectan socialmente su compromiso docente e investigador. Pero, a mi parecer, el mayor mal que nos aqueja es precisamente esa pasividad castradora, la ausencia de liderazgo y la renuncia a ser un motor transformador y hasta subversivo. Una situación que la pesadilla boloñesa, que nos hemos tragado sin rechistar y como adocenados sirvientes, no ha hecho sino alimentar. Por todo ello, el mejor propósito de enmienda que deberíamos plantear si queremos empezar a construir una enseñanza superior de la que nos sintamos orgullosos es la recuperación del pulso cívico perdido. Un reto que deberíamos empezar olvidándonos de esa complicidad perversa que tenemos con la decadencia del sistema. Solo entonces seremos dignos de cantar en la plaza pública el Gaudeamus Igitur.

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