Todas y todos estamos hechos de un tejido relacional que, a lo largo de los años, va configurando nuestra subjetividad. En concreto los hombres, socializados siempre para ser protagonistas en el espacio público y alcanzar un estatus que es el que da sentido a nuestra existencia, hemos tendido a descuidar los vínculos. Es decir, hemos entendido que esas redes – afectivas, de cuidados, de aprendizaje – formaban parte del espacio y del tiempo de las mujeres, mientras que para nosotros lo esencial era movernos con soltura, y competitividad, en un mundo en el que teníamos que responder fielmente a las expectativas de género. Es decir, a todos los objetivos que en nuestro caso han estado ligados al reconocimiento social, el éxito profesional y la demostración de una virilidad siempre sometida a examen por parte de nuestros iguales. En este contexto es fácil deducir que las relaciones se han convertido con frecuencia en prácticas serviles y acomodaticias. La sociabilidad, en definitiva, ha acabado siendo un ejercicio de docilidad, a lo cual han contribuido toda una serie de instituciones y reglas que han creado unos marcos seguros para quienes con frecuencia huimos de la fragilidad que supone dudar y probar.
En su hermosísimo libro Un elogio de la amistad, Geoffroy de Lagasnerie parte de la relación “a tres” que tiene con su pareja, Didier Eribon, y con el escritor Édouard Louis, para justamente desmontar ese orden que nos ha permitido crear un nosotros acomodaticio y excluyente, seguro pero escasamente creativo, protegido por fronteras que nos mantienen a salvo del poder siempre perturbador de la otredad. Frente a una relacionalidad, tan masculina y esclava de las evaluaciones, el pensador francés vindica al sujeto amistoso como el que se rebela contra los círculos de reconocimiento, como el que es capaz de romper dinámicas de tiempo lineales en función de la circularidad que exigen las horas con y para los otros, como el que se libera al fin de una identidad social que acaba siendo un traje casi siempre demasiado estrecho.
Un elogio de la amistad es una celebración de la potencialidad creativa de los vínculos amorosos y de la energía social, pero también íntima, que puede generarse entre quienes están dispuestos a aislarse primero para después construir comunidades alternativas. Algo que, me temo, a los hombres nos cuesta mucho hacer, tan esclavos como somos de los espacios en que a diario nos vemos obligados a demostrar nuestra virilidad. No nos vendría mal, siguiendo la propuesta de De Lagasnerie, atrevernos a romper con las formas de relación que hemos enclaustrado en normas e instituciones, explorando los múltiples placeres y saberes que pueden habitar en otras formas de vida. En las que incluso el dos, ese número sagrado cuando pensamos en lo relacional, puede romperse y expandirse en mil pedazos, tantos como posibilidades para pensarnos e imaginarnos de otra manera.
Todo ello conecta con lo que Marina Garcés desarrolla en su reciente libro sobre la amistad, a la que identifica como una “pasión de los extraños”. Es decir, una manera de tender puentes y de abrir ventanas entre lo que no somos, y por tanto deseamos, y aquellos otros que desde afuera nos confirman nuestra propia extrañeza. Un juego arriesgado y fértil, y no tanto un compromiso ético, aunque también, en el que se nos ofrece la posibilidad de emanciparnos del dominio que las instituciones y la oficialidad ejercen sobre nuestras mentes. La mejor vía pues para hacernos y sabernos autónomos, aunque siempre de la mano de quienes nos recuerdan que compartimos vulnerabilidad y, por tanto, interdependencia. Una propuesta de heterodoxia y de mundo desordenado que encierra más de una promesa de felicidad, aunque nada que ver con la simple y narcisista que el mercado nos vende, sino más bien con la alteridad que nos construye y reconstruye en un eterno y gozoso proceso de aprendizaje.
PUBLICADO EN EL NÚMERO DE VERANO
2025 DE LA REVISTA GQ.
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