Afortunadamente cada vez es más fácil encontrar películas que nos hablan de esas dimensiones de la vida, yo diría que de la vida auténtica, que habitualmente no formaron parte de los imaginarios en los que durante siglos se centraron los hombres creadores. Esta evidencia, que es tan palpable en el cine, empieza a romperse en los últimos años con la presencia cada vez más potente, aunque todavía minoritaria, de mujeres cineastas que ponen la mirada en las tensiones que en la actualidad ellas continúan sufriendo. Unas tensiones que tienen que ver con la casi imposible armonización de la vida pública y la privada, con los perversos resultados de una igualdad de oportunidades que se ha construido sobre un contrato del que no hemos revisado las cláusulas que nos sitúan a los hombres en posición de privilegio. La última película de Mia Hansen-Love , que es en apariencia un relato sencillo sobre la vida de una mujer de medina edad, aborda muchas de esas fugas, de esas realidades que inciden de manera principal sobre la autonomía y el bienestar de las mujeres, y que tienen que ver en definitiva con cómo continúan siendo ellas las que afrontan la con frecuencia tremenda tesitura de conciliar vida propia con cuidados de los otros. La protagonista de Una bonita mañana es una madre separada, a la que vemos siempre muy pendiente de su hija de ocho años, pero también es un hija que se enfrenta al momento terrible de la dependencia de su padre. Un viejo profesor de filosofía que sufre una enfermedad neurodegenerativa y que ya no puede seguir viviendo solo. Lo más interesante de la película es que nos enfrenta no solo a los procesos más personales que implica la enfermedad ligada al envejecimiento – el dolor de esa hija que ve cómo su padre deja de ser el profesor brillante que fue y al que ahora reconoce más en los libros de su biblioteca que en el cuerpo maltrecho que sobrevive en el hospital -, sino también a las deficiencias de un sistema público de cuidados que en la práctica alimenta lo que podríamos llamar una “ciudadanía censitaria”. Es decir, que son los recursos económicos de cada cual los que posibilitan que recibamos unas prestaciones de calidad, lo cual repercute en la más odiosa de las desigualdades que podamos imaginar. En este sentido, la película nos muestra cómo el Estado social está herido de muerte y cómo las democracias contemporáneas están siendo incapaces de abordar el gran reto del siglo XXI: el bienestar, los cuidados y, en general, la ciudadanía de las personas mayores. De los viejos y de las viejas, que diría Anna Freixas.
Con una deslumbrante interpretación de Lea Seuydoux,
cuyo rostro nos comunica todos los interrogantes y vértigos que como madre e
hija le asaltan por dentro, Una bonita
mañana es, pese a lo complejo y a veces duro que cuenta, una película luminosa,
que nos transmite una apuesta sin fisuras por el amor, por la ilusión de enamorarse
y de conjugar los verbos de siempre con personas distintas. Es pues una
película que mira al futuro con cierto optimismo, el que vemos proyectado en la hija que es
parte activa, e ilusionante, de los proyectos vitales de la madre, pero también
el que adivinamos en la red de mujeres que una vez más comprobamos que son las
que sostienen la vida, a través de una comunidad de afectos que tal vez los
hombres seguimos sin saber tejer.
Una bonita mañana
nos habla de la muerte, o, mejor dicho, del morir, pero también del amor, de
las edades y de cómo aún no hemos sido capaces de resolver la ecuación que
sitúa a los cuidados, los propios y los de otros, en el centro. Una ecuación que
hoy por hoy obliga a las mujeres a seguir andando por una suerte de precipicio
constante. Como Sandra, la protagonista,
a la que vemos cada día haciendo un permanente ejercicio de reinvención.
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