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EL "NO SABER" SEGÚN INNERARITY

Hace años, ya muchos años, que conocí a Daniel Innerarity. Tuve la gran fortuna de hacer el recorrido que me llevó de sus libros a su palabra cercana. Del tono amarillento de las páginas escritas a la calidez que acompaña la oralidad y que desde el pecho sube hasta los verbos que se dicen. Este trayecto no hizo sino confirmarme que, junto a su mente de hombre que no deja de hacerse preguntas, habita un individuo capaz de tejer vínculos emocionales. Una pareja de habilidades que no siempre van de la mano y con menos frecuencia cuando hablamos de hombres “genios”. En este sentido me atrevería a afirmar que Daniel es un pensador genial pero que tiene poco de ese referente distante y engreído que mira por encima del hombro. Al contrario, y es algo que fui descubriendo a medida que tuve la oportunidad de escucharlo de cerca, Innerarity parece ir reflexionando de tu mano,  esforzándose, pero sin que se note su esfuerzo, por hacerte partícipe de sus laberintos, como si se empeñara siempre en que el monólogo pudiera romperse hasta hacerse conversación.  Desde hace ya décadas – ay, Daniel, cómo el tiempo nos va reafirmando en nuestra fragilidad - , el autor de tantos y buenos libros sobre la democracia se ha convertido en mi filósofo de cabecera. Tan necesario en mis vacíos de constitucionalista heterodoxo y en mis cuitas de ciudadano perplejo y con mucha frecuencia cabreado. La lectura de sus ensayos me ha abierto tantas ventanas y me ha dado tantas herramientas para sostenerme en el tejado de mi vulnerabilidad – como docente, como investigador, como hombre en deconstrucción -, que necesitaría páginas y páginas para explicarlo y para agradecérselo.  Un agradecimiento que cobra singulares dimensiones en una época en la que tanto nos faltan personas que sean faros, intelectuales que no se limiten a apuntalar lo políticamente correcto, guías que nos ayuden a no perdernos en la selva de las democracias contemporáneas. Rebeldes contra las agencias de evaluación. 

 

Aunque sería muy simplista tratar de reducir a unos cuantos conceptos lo mucho y bueno que Innerarity ha reflexionado en las últimas décadas,  entiendo que, sobre todo en sus últimos escritos, hay una especial preocupación por la complejidad creciente del mundo que habitamos, por las muchas perplejidades que nos provoca una realidad para cuya interpretación ya no nos sirven los paradigmas heredados y, en consecuencia, por la necesidad de revisar una estructuras, empezando por las de la misma democracia, que tendrían que acomodarse a la diversidad y la velocidad de un planeta en el que han cambiado radicalmente las concepciones del tiempo y del espacio. Todo ello nos obliga, claro está, a una reflexión seria sobre de qué manera el conocimiento puede ayudar o no a ubicarnos, como mínimo a ubicarnos, en un contexto de tantas aristas y de tantas fuerzas que son a la vez centrípetas y centrífugas. Donde casi todo lo que creíamos fijo se ha vuelto inestable y donde quizás el principal problema sea que no nos estamos haciendo las preguntas oportunas.

 


En una clara continuidad con su anterior e imprescindible Una teoría de la democracia compleja, a la que se sumó por la fuerza de los hechos una especie de hijo no querido que fue Pandemocracia. Una filosofía de la crisis del coronavirus, la nueva obra de Innerarity pone el foco en la era de la incertidumbre que nos ha tocado vivir y en cómo los saberes deberían (r)evolucionar(se) para que pudieran sernos de utilidad. Pero no útiles en el sentido mercantilista del término, sino más bien en el relacionado con la justicia social, con la garantía del bienestar de todos y de todas, así como con la gestión pacífica de los conflictos inevitables en una sociedad plural. O sea, la utilidad del conocimiento para la democracia y para el sostén de esas referencias axiológicas que nuestra Constitución sitúa como fundamento del pacto de convivencia: la dignidad, el libre desarrollo de la personalidad, la paz social. De ahí que, como antes apuntaba, cualquier constitucionalista que pretenda, como mínimo, hacerse las preguntas correctas, debería leer al que lleva años reflexionando sobre nuestra perplejidad ante lo que pasa y también, como no podía ser de otra manera, sobre la indignación que con frecuencia, demasiada frecuencia , nos corroe el alma de demócratas.  

 

En La sociedad del desconocimiento, que es lógicamente un libro parido con todas las adherencias emocionales que ha provocado la pandemia, y que no sé si merecerá algún post scriptum que introduzca el elemento desolador de la guerra que nos vuelve a empequeñecer individual y colectivamente, Innerarity pone el foco en lo que no sabemos y en cómo se gestiona el saber en unas sociedades en las que todavía no hemos aprendido a situarnos en el filo alambre desde el que miramos y vivimos la realidad.  Hay por supuesto un capítulo entero dedicado al conocimiento en el mundo digital, ese nuevo contexto que por ejemplo nos plantea tantas incertidumbres a unos juristas que seguimos queriendo ordenar el mundo con paradigmas del siglo XIX, pero lo que más me ha interesado del libro es la parte que dedica a lo que llama “infraestructuras de la inteligencia colectiva”. Creo que en este segundo capítulo es donde tenemos la clave esencial para empezar a encontrar respuestas, ya que nos ubica en lo compartido, en lo social, en lo cívico, en la res publica, y en cómo la ciencia y la cultura son, deberían ser, parte esencial del tejido de ese tapiz inestable que hace ya más de dos siglos empezamos a conjugar en esta parte privilegiada del planeta como constitucionalismo. Son imprescindibles las páginas sobre el futuro del libro y la lectura, sobre el rol de la cultura en nuestra rebelión contra la docilidad y en nuestra búsqueda de lo inalcanzable – la invitación a la utopía que diría otro de mis intelectuales de cabecera, el teólogo Juan José Tamayo - , y no digamos las que dedica a la producción científica y muy especialmente a cómo se evalúa. Cualquier víctima de nuestro sistema universitario, en cuando investigador acribillado por las evaluaciones en las que son inexistentes los criterios plurales de calidad, debería leer estas páginas. Como espejo y como consuelo. A renglón seguido, yo le sugeriría la lectura de Frágiles, de Remedios Zafra, la cordobesa que comparte habitación en mi casa con el bilbaíno.

 

Una vez más, y tras la lectura intensa y cálida que hice a mitad de camino entre Córdoba y Granada, Daniel Innerarity me ha colocado en esa ruptura con la multitud que en definitiva representa empeñarse en saber. Leerlo me ha servido para sentirme menos solo en la inevitable soledad de quienes permanentemente estamos buscando mapas con los que no perdernos por la ciudad. Inexactos, vulnerables, dolorosamente creativos. De alguna manera conscientes de que nos dedicamos a “enseñar lo que no sabemos”.

 

 

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