Ir al contenido principal

ADAM: Por qué necesitamos los cines

 


Cada vez que he ido al cine en las últimas semanas, y he intentado hacerlo fielmente, como el devoto que va cada domingo a misa, he tenido la amarga sensación de que el edificio se estaba derrumbando. Al ver los espacios cada vez más vacíos, con la mitad de las salas cerradas, con apenas gente por los pasillos ni colas en las taquillas, he sentido, como un puñal, que esa podría ser la última vez. Y he vivido el ritual como quien se despide de un ser querido, como esa última noche en la que ya sabes que no volverás a sentir la piel del amante, como ese último renglón dubitativo que escribes cuando estás terminando un escrito. El pasado domingo, cuando el gobierno andaluz no había hecho más que anunciar medidas más restrictivas que, una vez más, incidirán de manera tan negativa en el sector de la cultura, volví a una sala con ese nervio un tanto infantil de quien quiere vivir la experiencia como única, como de hecho lo es la que supone entrar en una sala oscura y dejarte llevar por la historia que desde la gran pantalla te interpela y te remueve las tripas.

 

Este domingo de otoño tristón y lento, en el que las calles parecían multiplicar la melancolía de cualquier domingo, tuve la gran fortuna de disfrutar de una de esas películas que, en su aparente pequeñez, bastan para explicar por qué necesito, necesitamos, los cines. Adam, de la directora marroquí Maryam Touzani,  nos cuenta, con la hermosura de una narrativa que no necesita de sentimentalismos,  de la que deberían aprender tantos perpetradores de series que abusan del “capitalismo emocional” (Eva Illouz),  y con la ayuda de dos actrices que te zarandean con solo mirarte/mirarse (Lubna Azabal y Nisrin Erradi), una de esas historias que afortunadamente en los últimos años están llegando a los cines. Las que tienen que ver con las experiencias de las mujeres,  con esa parte de la Humanidad que los varones no contamos como universal, con los sufrimientos, las esperanzas y los deseos de esa mitad a la que durante siglos solo contemplamos como una parte dependiente y heterodesignada. La historia de estas dos mujeres que se encuentran y se acogen, en una demostración evidente de lo que significan palabras aparentemente simples como sororidad o ética del cuidado, es la bellísima demostración de cuánto necesitamos la pantalla para contarnos, para mostrar lo que habitualmente no vemos, para darle valor en nuestros imaginarios a praxis y emociones que siempre han andado por los márgenes. En este caso, y como uno de los ejes centrales del relato, el peso de la maternidad, las culpas aprehendidas, el cierre de la autoestima, la carencia de recursos para sobrevivir en un mundo hecho a la medida masculina, la negación del propio cuerpo y de los deseos que bailan al son de las canciones. Una historia que, por cierto, deberían mirar y aprehender quienes todavía a estas alturas no ven ningún reparo en el comerciar con el vientre de las mujeres. Todo eso, y mucho más, está en esta imprescindible película en la que una mujer directora nos vuelve a demostrar por qué es tan importante que ellas estén detrás de la cámara, porque solo gracias a ellas se hace visible lo que a nosotros nos convino hacer invisible. Herederos de un Adán que siempre fue el dueño del paraíso por delegación de un dios hombre.

 

Salí de la sala de cine, cuando ya la noche apuntaba al toque de queda, con esa sensación inexplicable, de un cierto gozo, que uno siente cuando ha vivido una experiencia ética y estética que le movido las entrañas. Abandoné el espacio casi desértico de los multicines con la amarga sensación de no tener muy claro cuándo volvería. Triste, muy triste, aunque también con el pecho lleno de emociones. Con los rostros de Abbla y Warda  en mi memoria. Para siempre. Cine y vida. Vida y cine. La luminosa vitamina que siempre me protegió de esas pandemias que, sin ser conscientes del todo, nos van robando el alma.

Comentarios

Entradas populares de este blog

YO, LA PEOR DEL MUNDO

"Aquí arriba se ha de anotar el día de mi muerte, mes y año. Suplico, por amor de Dios y de su Purísima Madre, a mis amadas hermanas las religiosas que son y en lo adelante fuesen, me encomienden a Dios, que he sido y soy la peor que ha habido. A todas pido perdón por amor de Dios y de su Madre. Yo, la peor del mundo: Juana Inés de la Cruz". Mi interés por Juana Inés de la Cruz se despertó el 28 de agosto de 2004 cuando en el Museo Nacional de Colombia, en la ciudad de Bogotá, me deslumbró una exposición titulada "Monjas coronadas" en la que se narraba la vida  y costumbres de los conventos durante la época colonial. He seguido su rastro durante años hasta que al fin durante varias semanas he descubierto las miles de piezas de su puzzle en Las trampas de la fe de Octavio Paz. Una afirmación de éste, casi al final del libro, resume a la perfección el principal dilema que sufrió la escritora y pensadora del XVII: " Sor Juana había convertido la inferioridad

EL ÁNGEL DE AURORA Y ELENA

  El dolor siempre pasa por el cuerpo. Y la tristeza. También el goce, los placeres, la humillación. Somos cuerpo atravesado por las emociones. Los huesos y la piel expresan los quiebros que nos da la vida. Esta acaba siendo una sucesión de heridas, imperceptibles a veces, que nos dan nombre. Algunas supuran por los siglos de los siglos. Otras, por el contrario, cicatrizan y nos dejan tatuados. Las heridas del amor, de los placeres, de los esfuerzos y de las pérdidas. Estas últimas son las que más nos restan. Como si un bisturí puñetero nos arrancara centímetros de piel.   Sin anestesia. Con la desnudez propia del recién nacido. Con la ligereza apenas perceptible del que se va. No puedo imaginar una herida más grande que la provocada por la muerte de un hijo apenas recién iniciado su vuelo. Por más que el tiempo, y las terapias, y   las drogas, y los soles de verano, hagan su tarea de recomposición. Después de una tragedia tan inmensa, mucho más cuando ha sido el fruto de los caprich

CARTA A MI HIJO EN SU 15 CUMPLEAÑOS

  De aquel día frío de noviembre recuerdo sobre todo las hojas amarillentas del gran árbol que daba justo a la ventana en la que por primera vez vi el sol  reflejándose en tus ojos muy abiertos.   Siempre que paseo por allí miro hacia arriba y siento que justo en ese lugar, con esos colores de otoño, empezamos a escribir el guión que tú y yo seguimos empeñados en ver convertido en una gran película. Nunca nadie me advirtió de la dificultad de la aventura, ni por supuesto nadie me regaló un manual de instrucciones. Tuve que ir equivocándome una y otra vez, desde el primer biberón a la pequeña regañina por los deberes mal hechos, desde mi torpeza al peinar tu flequillo a mis dudas cuando no me reconozco como padre autoritario. Desde aquel 27 de noviembre, que siento tan cerca como el olor que desde aquel día impregnó toda nuestra casa, no he dejado de aprender, de escribir borradores y de romperlos luego en mil pedazos, de empezar de cero cada vez que la vida nos ponía frente a un n