El valor de los clásicos reside en 
que no solo nos hablan del pasado, sino que también retratan el presente
 e incluso interrogan al futuro. Ese valor, que en el teatro se 
convierte en un ejercicio compartido de imaginación ética, es el que 
detectamos intacto y siempre fértil en la obra de Eurípides. La versión 
de sus Troyanas, que esta semana se ha estrenado en Mérida con dirección de Carme Portaceli y con una versión de Alberto Conejero, es
 una poética interpelación al corazón del patriarcado y a un orden que 
todavía hoy sigue convirtiendo en principales víctimas a las mujeres.
El gran acierto de esta versión, 
que no es casualidad que haya dirigido una mujer y que ha hilvanado un 
hombre que declara estar en camino de ser feminista, y a los que ha 
ayudado la dramaturga Margarita Borja, reside
 en la enorme fuerza que emana de un texto que nos habla de nosotros 
mismos, de las injusticias que vemos cada día en el telediario, de los 
niños muertos en Siria y de las mujeres violadas en cualquier guerra, de
 los náufragos del Mediterráneo y de las maquilas, en fin, de los 
hombres que siguen matando y de las madres que lloran las muertes de sus
 hijos. Este “desorden” dramático no es sino la expresión más brutal de 
un patriarcado que durante siglos se ha mantenido y prorrogado a través 
del ejercicio de múltiples violencias machistas, empezando por básica, 
que es la estructural y simbólica, que han convertido a la femenina en 
mitad subordinada. Sin voz ni voto, domesticadas y calladas, meros 
cuerpos que el semen y la sangre de los varones han convertido en 
territorios ocupados, las mujeres siempre han sido un territorio al 
servicio de los deseos e intereses masculinos: esclavas sexuales, botín 
de guerra, objetos de dogmas y reglas morales, vaginas violadas y úteros
 de alquiler.
Las Troyanas de Carme y Alberto, 
cuyos gritos de dolor desesperados se nos clavan en las tripas porque 
son gritos presentes, nos dejan absolutamente desnudos frente al espejo.
 A todas y a todos, pero sobre todo a nosotros, los sujetos 
históricamente detentadores del poder, de la violencia y de los 
privilegios. Masculinidades sagradas, como las califica Juan José 
Tamayo, que reproducen la ira de dioses varones vengadores. Hombres y 
dioses cómplices en la cultura de la violación, en la administración 
parcial de la Justicia, en la elaboración de leyes con las que mantener 
sus dividendos. 
El desgarro de Hécuba, el grito sin final que Aitana Sánchez-Gijón
 convierte en eco del de millones de mujeres, es el primer paso para la 
conversión de las siempre víctimas en sujetos políticos. Ellas, las 
madres, las esposas, las hijas, las prometidas, las vendidas como 
objetos, son las que ocupan el escenario y hablan. Toman la palabra y se
 rebelan contra el mandato del silencio. Se atreven a desobedecer el 
“hágase en mí según tu palabra” y se agarran a la energía emancipadora 
del yo. Estas apátridas, que diría Virginia Woolf,
 son las primeras de una larga cadena de mujeres que con muchas 
dificultades se han ido empoderando y han ido cosiendo, con hilo 
violeta, pacifista y feminista, las hondas heridas que el patriarca ha 
ido dejando en el planeta Tierra. En lucha permanente con los que 
siempre hemos querido y queremos tener la última palabra y a la que más 
nos valdría abandonar la virilidad vergonzante de Taltibio, el mensajero
 de los dioses que interpreta Ernesto Alterio
 en esta versión recién estrenada,  y matar de una vez por todas al dios
 violento y el héroe sin escrúpulos que llevamos dentro. En nombre de la
 diosa Eirene y de los de tantas y tantas mujeres cuya sangre derramada 
convierte en vinagre el vino fecundo y alegre de la democracia.
Publicado en Diario Público, 23-7-17:
http://blogs.publico.es/otrasmiradas/9687/troyanas-de-victimas-a-sujetos-politicos/



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