Todavía recuerdo el día que Dulce Chacón, sentada al lado de Pepita, me firmó mi ejemplar de "La voz dormida". Le conté que hacía tiempo que una historia no me emocionaba tanto. Y ella, en su dedicatoria, me dio las gracias por mi emoción. La que todavía hoy me atraviesa cada vez que recuerdo la dulzura de la autora y la mirada, entre tímida y herida, de su personaje.
LA VOZ DORMIDA cuenta, a través de la historia de las hermanas Pepita y Hortensia, tantas historias invisibles, que es imposible no sentir un tremendo desgarro al leerla. Más allá de su calidad literaria, que la tiene, la novela de Dulce te rompe el alma en pedazos al reconocer la voz de las mayores víctimas de nuestra guerra: las mujeres. Las que, en cualquier conflicto, son las que más pierden, las más heridas, las más discriminadas.
Era muy complicado que una película captase la hiriente emoción de la novela. Benito Zambrano ha optado por una versión caligráfica, poco arriesgada, un tanto antigua, que poco añade a lo escrito. Peca de maniqueísmo y de falta de sutileza. Más que una película, parece una teleserie con fines didácticos. Y sí, claro que emociona, provoca el llanto incluso, pero porque la historia que cuenta es imposible que no arañe el corazón de los espectadores.
El verdadero milagro de la película son las actrices y, muy especialmente, MARÍA LEÓN. Cuentan que no se parece físicamente a Pepita, que todavía vive, pero sí que las dos comparten una mirada capaz de atravesar cualquier muro. María hace una interpretación desgarradora, intensa. Es imposible no querer a esa criatura que te provoca sonrisas, ternura, dolor, incertidumbre, amor. Sus ojos son tan limpios y poderosos que en ellos sentimos correr la vida, con sus angustias y sus dilemas. Su Pepita es una heroína invisible, como tantas otras en la historia, a la que ella tiene el mérito de dotar de corazón. Quizás lo único que suena a latido verdadero en una película que, lamentablemente, no llega a ser la obra maestra que se merecían Dulce Chacón, Pepita y todas las mujeres que no escribieron nuestra historia.
LA VOZ DORMIDA cuenta, a través de la historia de las hermanas Pepita y Hortensia, tantas historias invisibles, que es imposible no sentir un tremendo desgarro al leerla. Más allá de su calidad literaria, que la tiene, la novela de Dulce te rompe el alma en pedazos al reconocer la voz de las mayores víctimas de nuestra guerra: las mujeres. Las que, en cualquier conflicto, son las que más pierden, las más heridas, las más discriminadas.
Era muy complicado que una película captase la hiriente emoción de la novela. Benito Zambrano ha optado por una versión caligráfica, poco arriesgada, un tanto antigua, que poco añade a lo escrito. Peca de maniqueísmo y de falta de sutileza. Más que una película, parece una teleserie con fines didácticos. Y sí, claro que emociona, provoca el llanto incluso, pero porque la historia que cuenta es imposible que no arañe el corazón de los espectadores.
El verdadero milagro de la película son las actrices y, muy especialmente, MARÍA LEÓN. Cuentan que no se parece físicamente a Pepita, que todavía vive, pero sí que las dos comparten una mirada capaz de atravesar cualquier muro. María hace una interpretación desgarradora, intensa. Es imposible no querer a esa criatura que te provoca sonrisas, ternura, dolor, incertidumbre, amor. Sus ojos son tan limpios y poderosos que en ellos sentimos correr la vida, con sus angustias y sus dilemas. Su Pepita es una heroína invisible, como tantas otras en la historia, a la que ella tiene el mérito de dotar de corazón. Quizás lo único que suena a latido verdadero en una película que, lamentablemente, no llega a ser la obra maestra que se merecían Dulce Chacón, Pepita y todas las mujeres que no escribieron nuestra historia.
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