El dolor siempre pasa por el cuerpo. Y la tristeza. También el goce, los placeres, la humillación. Somos cuerpo atravesado por las emociones. Los huesos y la piel expresan los quiebros que nos da la vida. Esta acaba siendo una sucesión de heridas, imperceptibles a veces, que nos dan nombre. Algunas supuran por los siglos de los siglos. Otras, por el contrario, cicatrizan y nos dejan tatuados. Las heridas del amor, de los placeres, de los esfuerzos y de las pérdidas. Estas últimas son las que más nos restan. Como si un bisturí puñetero nos arrancara centímetros de piel. Sin anestesia. Con la desnudez propia del recién nacido. Con la ligereza apenas perceptible del que se va.
No puedo imaginar una herida más grande que la provocada por
la muerte de un hijo apenas recién iniciado su vuelo. Por más que el tiempo, y
las terapias, y las drogas, y los soles
de verano, hagan su tarea de recomposición. Después de una tragedia tan
inmensa, mucho más cuando ha sido el fruto de los caprichosos y puñeteros azares
del destino, no puedo pensar en puntos y aparte. Más bien es la vida cargada de
años y pesares, como si de repente se envejeciera décadas, la que se arrastra
lenta, con miedo y al borde siempre de la lágrima. Como si quien la posee
sintiera incluso vergüenza de seguir vivo. De sobrevivir. De verse obligado
incluso a sonreír para otros. La imposible sonrisa de quien no puede borrar de
los ojos la habitación vacía, la ropa por lavar, la fiesta interrumpida, los
amigos que seguirán cumpliendo años y el Betis que continuará ganando incluso cuando pierda.
Nunca había sentido tan cerca ese rayo que atraviesa las
montañas y que nos deja absolutamente desvalidos. Quizás más conscientes que
nunca de nuestra fragilidad. Mis pérdidas y mis heridas habían sido por el
momento las obvias y, en todo caso, de esas que se van cociendo poco a poco,
como eses padrastro que te va creciendo en el dedo hasta que llega el día que
tiras de él con furia. Nunca antes había
sentido en personas que quiero, y en mí mismo, esa desesperación que te hace
incapaz de hallar razones, que nos vuelve rebeldes frente a un posible dios,
que nos sacude como esa tormenta que, sin anunciarse, rompe el verano en dos y
pinta de gris la playa.
La playa de El Portil, donde yo, nada futbolero, hice lo
posible por jugar con él con una pelota, las Nochebuenas esperando que llegara
Papá Noel en casa de la abuelos, los sábados santos de Socorro, y las bodas,
los bautizos, las comuniones. El álbum de fotos que es una matria. Ese útero de
la infancia al que siempre volvemos como si fuera el único lugar donde toda la
felicidad es posible. Tan fugaz, tan leve. Tiempo de vestidos blanco de novia y
de abril con pétalos en el llanete. Él, de azul, como un príncipe, sin saber
muy bien qué papel le tocaba representar en aquel sábado en que la madre de
Abel y yo nos juramos un amor que no sería eterno, pero que sin embargo
sobrevive con otro nombre.
El siempre fue un niño reservado, con una sonrisa a medias, alto y espigado, como si ya anunciara el hombre en que se convertiría. Mientras que sus hermanas siempre fueron juguetonas y charlatanas, él parecía siempre quedarse en un rincón, en su espacio, mirando desde allí al resto. Como quien está sin estar. Tal vez con una inteligencia que no logramos adivinar. Una pieza singular en el puzle que no dejaba de multiplicarse. “Sé parco en palabras, que tus hechos hablarán por ti”: toda una declaración de intenciones en su página de Facebook. Su sonrisa entre primos y primas. Cuando me convertí en padre, acabé entendiendo la maravilla de tener una casa llena de ojos glotones, la que yo nunca tuve ni tendré. De primos y primas capaces de reír juntos, de nadar en veranos que entonces eran más largos y de soplar las velas con la prisa de quien entonces siempre quiere hacerse más mayor. Mi hijo tuvo la gran suerte de tener esa infancia de árboles de Navidad, de comidas mimadas por su abuela Elena, de agostos en los que una onomástica era un magnífico pretexto para celebrar. Otra vez todos juntos, como si en vez de meses sin verse se hubieran visto el día de antes, en ese juego sin parangón que precede a la adolescencia. Flamenquines, helados, chucherías.
Los años avanzaron más veloces de lo deseable. Los días nos
fueron haciendo crecer y aprender tal vez a mayor velocidad de la debida. Los
veranos se fueron acortando, las camas se fueron partiendo en dos y la casa de
tantas comidas se convirtió en un recuerdo. La adolescencia hizo que los rumbos
se dispersaran. Yo mismo emprendí otros
vuelos, supongo que queriendo vivir la adolescencia que no había vivido. Del
príncipe azul solo empezaron a llegarme recortes, ecos y alguna que otra
fotografía. El futbolista verdiblanco, el espigado y serio, el que decidió que
lo suyo era volar, pero de verdad, no como lo hago yo que solo me atrevo a
hacerlo con las palabras. Fue así como llegaron los 20. Y más. Y fue así como
también fueron llegando nuevas generaciones. Las sobrinas de ojos claros y
sonrisa inacabable. El tío tan elegante con su uniforme cogiéndolas con la
ternura de la que solo es capaz quien no abusa de las palabras. La ilusión, el trabajo, el esfuerzo. Como un tatuaje en sus brazos musculados, en
su rostro todavía de niño, en sus pies a los que tanto les gustaba pisar la
arena de la playa. El primo de Sevilla, la ciudad que también ha acabado siendo
la ciudad de Abel. Todo un señor sargento con rostro de preadolescente.
Repaso los álbumes de fotografías en el día de Navidad más
triste que recuerdo. Y eso que por lógica del tiempo las sillas vacías han ido
haciendo las Nochebuenas un paréntesis
de esos que a mí me gustaría borrar con una de las gomas Milán que siempre
tenía en el estuche del colegio. Pero ninguna ausencia como la que hoy me
aprieta el estómago y me tiene sin remedio al borde de la lágrima. Lo sé,
siempre lo pienso, nadie nos prepara para la pérdida. Nadie nos enseña que
vivir es morir. Pero es que no creo que pueda aprenderse que la muerte sea a
veces tan cruel y puñetera. Para eso no hay lecciones que valgan. Ni palabras
que sanen. Solo el aprendizaje de ir recolocando el dolor en un lugar que nos
permita respirar. Porque ahí siguen las sobrinas, las hermanas, los primos y
las primas, que tirarán de nosotros hacia la vida. Porque ahí siguen un padre y
una madre que ahora deberán vivir con una herida inmensa que solo poco a poco,
muy lentamente, se irá convirtiendo en una gruta de la que saldrá el sol cada mañana.
Decía ayer una de sus hermanas que ya tienen un ángel que las cuidará el resto de sus vidas. “No nos sueltes”, escribía entre destrozada y agradecida. Lo primero por el horror de la tragedia, lo segundo por haber tenido la suerte de tenerlo cerca. Tan cerca que ese amor, supongo que el único genuino, sobrevivirá contra viento y marea. Llamémosle ángel, memoria o consuelo. Eso les permitirá, nos permitirá, aprender a sonreír cada vez que veamos cómo un avión surca el aire, o cada vez que el arena de una playa nos recuerde a la de El Portil, o cada sábado santo en el que el padre herido se vista con la túnica que han vestido generaciones, o cada Navidad en la que habrá que escribir una carta a los Reyes para que las nietas no dejen de sonreír. El tiempo, que no nos mientan, no lo cura todo. Solo hace que nos acostumbremos al peso de la ausencia y que vayamos haciendo nuestra esa hendidura que nos dejó el pecho partido por la mitad. Con esa mochila habrá que seguir paseando por Triana, por la calle Álamos de Cabra y por esos cielos en los que podremos imaginar cómo Pablo, el sargento que no necesitó medallas para hacerse honrar, nos guiña desde la ventanilla de una avioneta.
Mientras que ese tiempo nuevo llega, de momento solo tenemos lágrimas que nos ayudan a respirar. Y rabia, mucha rabia. Tanta que al menos a mí me gustaría abrir la ventana y gritarle al mundo la injusticia que supone morir cuando la vida es apenas el zaguán de la casa. Lo insoportable que es abrazar a un padre y a una madre sin hallar palabras de consuelo. Lo esperanzadoras, sin embargo, que son siempre las flores. El estallido de flores y abrazos. La esperanza de la primavera por llegar. Las flores, siempre las flores. Y la vida que nos obliga a seguir amándola tanto… Al menos mientras tengamos la capacidad de recordar al príncipe azul, al primo larguirucho y reservado, a ese ángel que, estad tranquilas Aurora y Elena, cuidará siempre de vosotras. Gracias a ese horizonte mi cuerpo hoy empieza a recuperar el aliento.
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