Todas y todos crecimos en un mundo hecho a imagen y semejanza de los hombres. Los manuales que tuvimos en la escuela, como también los que nos forjaron en los institutos y luego en las facultades, estaban llenos de hombres geniales. Ellos, solo ellos, eran los constructores del pensamiento, los administradores del poder, los capaces de crear arte. Las mujeres, por el contrario, ocupaban el lugar de las musas, calladas y disponibles, ocupadas siempre en la tarea de servir y agradar. Con estas herramientas androcéntricas, y con frecuencia misóginas, asumimos unos imaginarios en los que ellas eran más objetos que sujetos. La Penélope que esperaba a Ulises, la María resignada y entregada a ser la madre del redentor, las mujeres fatales que nos llevaban a la perdición. Desde Salomé a Gilda, pasando por Carmen y tantos otros mitos imaginados por hombres. No solo nuestros manuales, también los museos, las salas de exposiciones o los espacios escénicos estuvieron durante siglos ocupados por la “genialidad” masculina. Solo muy excepcionalmente, y por tanto con esa energía endeble que supone ser una excepción, aparecía una mujer que rompía los esquemas. Fue así como nosotros nos acostumbramos a pensar en un mundo conjugado en masculino y cómo ellas crecieron sin una genealogía que les permitiera sentirse parte de una memoria urdida desde sus cuerpos, vivencias y deseos.
Gracias a la presión feminista, y a la potencia de tantas
mujeres creadoras que han ido rompiendo muros y abriendo armarios, en este
siglo XXI empezamos a constatar un cierto reequilibrio que hace justicia con el
hecho evidente de que ellas son la mitad de la Humanidad. No sin obstáculos
todavía, ni sin reacciones conservadoras, las mujeres nos están ofreciendo sus
relatos y sus temblores. Han ido saltando de los esquemas de las majas desnudas
y complacientes para ocupar otra pantalla y revelarse – y también rebelarse –
como sujetas que hacen y deshacen, que piensan e inventan, que nos interpelan y
que nos ofrecen una mirada sobre el mundo, sobre nosotros mismos, que hasta
hace nada permanecía inédita. Un proceso emancipador para ellas, claro está,
pero también para nosotros, en cuanto que supone armar otra realidad, incluida
su dimensión imaginativa, con la suma y las conversaciones de unos y otras. Al
fin en el camino de gozar de existencias equivalentes.
En este proceso de aprendizajes y desaprendizajes, en el que
muy singularmente los hombres tenemos mucho que trabajar(nos), es esencial que
la memoria se haga presente y que se iluminen las habitaciones que hasta hace
nada permanecían a oscuras. Algo así es lo que nos ofrece la exposición Maestras,
que permanecerá abierta en el Thyssen hasta el 8 de febrero, y en la que
podemos recorrer desde finales del XVI hasta las primeras décadas del siglo XX
de la mano de mujeres artistas que fueron borradas. A través de casi un
centenar de piezas, podemos reconstruir el concepto de sororidad, la vivencia
no siempre luminosa de la maternidad o el papel central de lo privado en el
sostén de nuestras vidas. Todo ello urdido y ejecutado por mujeres a las que
les tocó lidiar con tiempos que las negaban como ciudadanas y que incluso
cuestionaban su estatus de seres racionales.
No se me ocurre mejor regalo para terminar el año y empezar
uno nuevo que recorrer la exposición comisariada por Rocío de la Villa, y así
dejarnos contagiar por el hilo emancipador que une todas las obras. Una de las
maneras más bellas que podamos imaginar para hacer de la memoria una fuente de
posibilidades. Y tal vez para muchos el primer paso para romper con los
esquemas de ese mundo en el que era impensable que las mujeres pudieran ser
también definidoras de lo universal. Maestras con el poder y la autoridad de quienes nos ayudan a crecer en
ese desafío constante que implica sumar emociones, cuerpo y razón. Una promesa
cincelada con las manos y la imaginación de quienes al fin tienen voz.
* Este artículo fue publicado en el número de Diciembre 2023-Enero 2024 de la revista GQ.
Ilustración de JUAN VALLECILLOS
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