“¿Qué es más bello? ¿Lo grande o lo pequeño? No hay que tomar partido. Lo bello es que las montañas sean grandes y las libélulas pequeñas; las catedrales grandes, las cerezas pequeñas. Lo bello es que tanto las cosas grandes, como las pequeñas, cada una a su manera, se hagan visibles ante nuestros ojos”
Santiago Alba Rico
Siempre he admirado a quien es capaz de sacar música de un instrumento, como también a quien en la cocina sabe mezclar los ingredientes para conseguir un plato exquisito. Para mí siempre han sido ambas acciones como una suerte de amiga, un arte como el de quien hace con tela una escultura que se pega al cuerpo o el de quien diseña un edificio sabiendo con exactitud donde colocar pilares y ventanas. Hay en todas estas actividades mucho de inteligencia, pero también de emociones y de manos. Las manos siempre en movimiento: creando, inventando, fusionando, transformando. Las manos que parecen estar conectadas por dos hilos, invisibles para un aparato de rayos X, con la cabeza y con el corazón. Las mismas manos que también son las que cuidan, las que acarician, las que aman. Quizás no haya mayor declaración de amor que una tortilla noruega como postre o una crema de calabaza para entrar en calor.
La passion de Dodin Bouffant, tontamente traducida como A fuego lento, es una bellísima película que, recreándose en la cocina, nos cuenta una historia de amor. Un amor que en apariencia pudiera parecer que reproduce los cánones más románticos pero que se rebela, en pequeños detalles, como una historia diversa, en la que sobre todo ella, Eugénie, la cocinera interpretada por Juliette Binoche, se resiste a ser la “mujer de”, la que incluso en algunos momentos pareciera estar hablándonos de la moderna teoría del “consentimiento”. Y eso que el director no renuncia a presentarla a través del imaginario sexista que hoy por hoy sigue marcando a las mujeres en el cine: el cuerpo desnudo, sin rostro, exhibido para la mirada masculina y mostrado como si fuera un esqueleto dormido a la espera de la llegada del héroe. Todo ello por no hablar del archisabido relato de la mujer débil y a punto de quebrarse, y sin embargo entusiasta. Trabajadora y fiel. Sonriente y sin una mala palabra. Siempre un paso por detrás del genio masculino. El que tiene el poder de elegir, de hablar y de guardar silencio, de enfadarse y de exhibirse como un ser atormentando. El que, como no podía ser de otra manera en un mundo de hombres, acumula prestigio y autoridad, tan bien representados por el físico y la pose de un Benoît Magimel que aún parece suspirar por quien fuera su pareja en la vida real. Tal y como vemos en la pantalla, son los varones quienes se mueven en el espacio público, pactan y constituyen una especie de club del que las mujeres están excluidas. Ellas mismas han asumido que ese no es su lugar y por eso la renuncia de Eugénie a sentarse a la mesa con ellos. De la misma forma que, sin revelar el final, comprobaremos que ellas eran entonces, a finales del XIX, como en gran medida todavía hoy, más “idénticas” que “individuos”.
La película de Tran Anh-Hung, que atesora lo mejor y lo peor de una película francesa, es un elegante, lento y hermoso recorrido por la explosión de sabores, olores y sonidos que habitan en una cocina. Pero, claro, no tanto en la esclava y servil de las mujeres cuidadoras, sino en esa especie de laboratorio que es la de un chef que hoy acumularía estrellas Michelín. Desde la primera y larga escena, asistimos a un prodigioso espectáculo que casi nos permite oler lo que se cuece y saborear las salsas urdidas con vegetales y especias. En este sentido, el largometraje es el reverso elegante y cuidado de todos esos programas y concursos horteras que hoy llenan las televisiones de recetas y de tortillas deconstruidas. Sin música de fondo, la banda sonora la forman los sonidos de los cuchillos que cortan, del agua que hierve, de las cucharas y de los cucharones en las cacerolas. Esa singular sinfonía que nos lleva por el camino de una urdimbre que tiene mucho de física, de química y de imaginación. Y de amor, claro. Ese amor que en la película se declara a través de los platos cocinados, de los vinos rescatados de la historia y de los silencios suplidos por las fantasías que las manos convierten en obras de arte. Todo ello en un lugar que parece sacado de un cuento, en el que no faltan las flores salvajes ni las estaciones con sus formas y colores. De la cocina a la Naturaleza, de lo doméstico a lo que nos suministra alimenta, de la orilla de los ríos a los manteles con encajes.
La película, que está basada en el libro de Marcel Rouff “La vie et la passion de Dodin Bouffant”, el cual a su vez se inspiraba en la figura de Brillat-Savarin, el autor del primer tratado gastronómico escrito, es también una película sobre cómo vivir el otoño de la vida. Una reivindicación de los placeres, del disfrute y de lo compartido, más allá de la juventud tradicionalmente gozosa, aunque para ser redonda le sobre frialdad académica y le falte algo más de pasión y fuego. No obstante, y aun tratándose de una producción no apta para todos los estómagos, muy especialmente para quienes ya no saben habitar el tiempo lento de una buena cocción, A fuego lento es de esa historias que te reconcilian con la belleza de lo pequeño, con el aprecio de lo que de manera cotidiana da sentido y luz a nuestras vidas, con la necesidad de recuperar de alguna manera el pausado ritmo de los amores que se van alimentando con complicidades. Sin que importe la estación por la que transitemos. Tal vez, como apunta la película, no haya mejor receta para garantizar el éxito de una pareja que cocinar juntos. O, lo que es lo mismo, compartir espacios y tiempos en los que amasar con paciencia y dulzura los ingredientes más imposibles. Sin renunciar nunca a la imaginación. Ni al sol del verano, como nos insiste Eugénie, la cual no podría tener mejor rostro que el de una Juliette Binoche que ilumina cualquier personaje que caiga en sus manos. Como el que en esta historia nos recuerda eso que Santiago Alba Rico llama “los pilares de la moral terrestre”: “El espacio es la libertad. El cuerpo es el tiempo. La casa es la seguridad. La comunidad es la fraternidad. La ley es la chapuza que recoge y retrasa la violencia. La muerte es inevitable. El amor es bueno. Los vicios pequeños son el excipiente de la virtud”.
*Aviso: vayan al cine con el estómago lleno o con una reserva hecha para cenar nada más salir.
PUBLICADA EN EL BLOG QUIÉN TEME A THELMA Y LOUISE, Cordópolis:
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