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EL MAESTRO QUE PROMETIÓ EL MAR. La memoria y la promesa como desafíos a la realidad

 “En el tren, retomó sus sueños de infancia, seguro de poder realizarlos en cuanto llegara al mar… El mar no tiene forma de cárcel, ni su condición, como la mina; el mar es libertad, espacios abiertos, horizontes… El mar: camino real para la huida hacia adelante, puerta de acceso a los grandes ríos, a las selvas vírgenes”

Agustín Gómez Arcos, El hombre arrodillado

 

Hay películas a las que se les perdonan sus imperfecciones y sus desequilibrios. La potencia de lo que cuentan es tan grande que es capaz de reducir a mínimos el armazón del relato y los andamios que sostienen el edificio. Son esas películas en las que late una suma de emociones tan multiplicadora que el espectador termina en la butaca a solas con su fragilidad. Una de esas películas es El maestro que prometió el mar. Ayer tarde, al terminar de verla, necesité unos minutos, unos largos minutos, para recuperar el aliento, para hacerme con las fuerzas necesarias para levantarme de la butaca y abandonar la sala. A mi lado, una mujer de mediana edad se limpiaba las lágrimas con un pañuelo de papel. Un silencio de esos que pueden pesarse se extendió entre quienes habíamos seguido la peripecia del maestro Antoni, y de sus alumnos y alumnas, y de la nieta de aquel chaval rebelde que aprendió a escribirle cartas de amor al padre que estaba en la cárcel.

 

Sin la contundencia narrativa que tenía La lengua de las mariposas –tan sólidamente construida sobre el relato de Manuel Rivas-, Patricia Font ha hecho un ejercicio de memoria y la ha traído hasta el presente. Memoria democrática. Presente todavía de fosas por descubrir. Y lo hace recreando la historia de un maestro republicano que, como tantos otros y tantas otras, pensó que los sueños eran suficientes para hacer de nuestro país otro territorio. Tal vez, como en algún libro le he leído a Gómez Arcos, uno de los principales fallos que cometieron los republicanos, creer que los sueños bastaban para darle la vuelta a España. Tal y como encontramos en la obra del escritor almeriense, que tanto merecería ser adaptado al cine, la historia que nos cuenta la película va más allá de la mera recreación de los conflictos políticos de la España de los años 30 y se centra en mostrarnos cómo justamente uno de los horizontes republicanos fue y siempre será la confianza en la educación y la cultura como herramientas para el progreso y el bienestar. Una educación entendida como un proceso en el que hay que encender la pasión por saber, la curiosidad por descubrir el mundo y a los otros, la imaginación de crear alternativas. La educación como una forma de pensar el mar incluso antes de verlo. 

 

El maestro que prometió el mar, que algunos verán como una obra oportunista, es, por encima de todo, una llamada de atención no solo sobre las heridas de nuestra transición democrática sino también sobre la centralidad de la escuela pública en un proyecto de convivencia basado en la igualdad dignidad de todos y de todas. En este sentido, el mar prometido no es solo el azul de las olas, sino el que se refleja en las historias escritas, en las lecturas que nos abren los ojos, en la empatía que se genera cuando desarrollamos las capacidades que compartimos. Esas que un buen o una buena docente debe ser capaz de desenvolver y hacerlas estallar, como si fueran un racimo de fuegos artificiales en la mente y en el pecho del niño que no debe dejar de ser niño. Porque como bien dice el maestro Antoni, no se trata de enseñarlos a ser adultos sino de que aprendan a ser niños y niñas. Sin cruces impuestas desde las paredes, sin curas vigilantes y adoctrinadores, sin padres y madres que los entiendan como una posesión.

 

La emoción que transmite esta película no sería posible sin unos intérpretes que hacen que los niños y las niñas que aprenden a usar una imprenta -la metáfora/herramienta de la libertad- nos parezcan de carne y hueso, no meras ilustraciones de estereotipos sensibleros. La verdad que nos hacen llegar es la misma que con sus breves apariciones nos regala una estupenda Luisa Gavasa, en la línea de esas grandes actrices españolas que desde un lugar en apariencia secundario, solo en apariencia, consiguen hacerse con la pantalla entera. Y, claro, Enric Auquer. Sin él, esta película sería otra y me temo que ni la mitad de poderosa que lo es con su presencia. El actor camaleónico, que lo mismo nos convence con su personaje violento de Quien a hierro mata que con su virilidad tierna en Una vida perfecta, le da al maestro Antoni el cuerpo frágil de quien no deja de soñar, un porte con cierto punto chaplinesco -entre Dalí y Lorca- de quien confía en la literatura, una potencia que nunca es de puños y sí de convicciones. El maestro al que no le importa bailar, porque los hombres tiernos sí que bailan. De nuevo, Auquer nos demuestra cómo es posible encarnar a un hombre sin miedos a desnudar sus emociones, a valorar los vínculos, a saberse vulnerable. Un hombre más, ese Antoni Benaiges, cuyos restos todavía están por descubrir, que formaría parte de esa genealogía por construir de varones en deconstrucción. Esa parte de nuestra memoria que también permanece en las fosas. Lejos del mar. En los recovecos de una España múltiple en la que traducimos el catalán sin necesidad casi de haberlo estudiado.

 

El maestro que prometió el mar no solo vindica el lugar de la memoria en nuestro ser personal y en el colectivo, sino también el valor de la promesa como parte de la emancipación. Una vindicación más que necesaria en estos tiempos en que todos y todas andamos tan esclavizados. Tal y como nos recuerda Marina Garcés en su último libro que pareciera escrito pensando en tantas comunidades de aprendices que la historia rompió en pedazos. Porque, como nos recuerda la autora de El tiempo de la promesa, “las promesas hablan del futuro, pero se hacen desde el presente y nos hacen presentes. Hablan del futuro, pero invocan un comienzo y una memoria compartida. Religan el tiempo, pero no lo fijan. Las promesas abrazan la incertidumbre, porque sabemos que pueden no llegar a realizarse, pero no se someten a ella. Quien hace una promesa sabe que no todo es posible, pero que no todo está acabado. Hacer una promesa es interrumpir el destino. Es afirmar con convicción una verdad que desafía el peso de la realidad”.

 

 

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