DIARIO CÓRDOBA, 24-10-2011
Aunque la noticia nos sacudió con una escenografía con cierto tufo a representación bien ensayada, fue imposible no sentir un pellizco de satisfacción y una alegría contenida. Después de tantos meses de malas noticias, escuchar que ETA ha decidido poner fin a la lucha armada ha supuesto un merecido alivio para la sociedad española. Ahora bien, pasado el momento de la relativa sorpresa y de la lectura feliz de un guión que supongo llevaba meses escribiéndose, es el momento de reflexionar sobre lo que queda por construir. Sobre el que será un largo y arduo proceso en el que no deberían olvidarse varios condicionantes.
FRANCISCO TOMÁS Y VALIENTE
Para empezar, habría que insistir, dada la importancia política e incluso jurídica de la cuestión, que en nuestro país no hemos vivido un conflicto armado. Es decir, aquí no ha habido dos bandos, ni una guerra de unos contra otros. Aquí lo que ha existido es un grupo de hombres y mujeres que no han aceptado las reglas del juego democrático y que, frente a ellas, han usado indiscriminadamente el terror y la coacción como medios para hacerse presentes en la arena pública. Todo lo contrario a la dinámica propia de un Estado de Derecho, que somete la coacción a la fuerza de la ley, y de una democracia, que establece cauces institucionales para el pluralismo y ofrece mecanismos pacíficos para la gestión de los inevitables conflictos que derivan de aquél.
Eso nos lleva al segundo factor que deberíamos tener presente ante la ausencia de bombas. La lógica del Estado constitucional debe ser una muralla infranqueable y las garantías que ofrece el ordenamiento jurídico el marco desde el que iniciar un proceso de negociación, que no de chantaje, en el que deben primar las reglas y los principios que hace más de 30 años nos dimos para organizar la convivencia. Ello nos obliga, entre otras muchas cosas, a hacer justicia, no en abstracto, sino con las leyes en la mano y en relación a cada actuación delictiva, así como a sentar las bases de un diálogo en el que no debería primar la lógica amigo-enemigo. Es decir, un diálogo en el que las fuerzas democráticas deberían dar un riguroso ejemplo de lealtad a las cláusulas del pacto constitucional. En este sentido, nadie debería dudar de que exigir justicia, y por lo tanto responsabilidades por las acciones y omisiones de más de 50 años, es precisamente lo contrario a la venganza.
Y, en tercer lugar, aunque tal vez deberíamos situarlo como pórtico de cualquier propuesta, no deberían olvidarse las víctimas de tantos años de dolor. Y no tanto porque deban convertirse en sujetos necesarios en el proceso de paz, que también, sino porque dicho proceso debería estar guiado por la satisfacción del derecho a la reparación y por la fidelidad a una memoria irrenunciable. Todo ello, obviamente, sin que sean convertidas en marionetas en manos de políticos sin escrúpulos y sin que conviertan en espectáculo lo que debe ser una conversación serena.
Se abre, pues, una etapa compleja y decisiva para nuestro sistema democrático, sobre todo porque se van a poner a prueba sus resortes jurídicos, la calidad de nuestros representantes y también, por supuesto, la altura ética de una ciudadanía que, de entrada, debería castigar en las urnas a los que pretendan convertir el 20-0 en un pretexto perfecto para suplir la falta de credibilidad de sus promesas, o a los que hagan de él un argumento idóneo para radicalizar sus posiciones. En definitiva, el horizonte que se abrió el pasado jueves nos demostrará que, como bien han analizado Paco Muñoz y otros teóricos de la paz, ésta es siempre imperfecta, más un proceso que un resultado, una tensión performativa más que una conquista plena. Y que es precisamente en ese equilibrio inestable donde, paradójicamente, reside su fuerza. La única desde la que es posible construir el milagro de la democracia
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