En este día de desfiles militares, de nostalgias reaccionarias (todas las nostalgias acaban siéndolo, ¿no?), de ofrendas florales, de uniformes y corridas de toros, de razas añoradas y de horizontes electorales, me siento como la Virginia Woolf que a finales de los años 30 del pasado siglo escribiera sus Tres guineas. Renuncio a mi masculinidad heroica, a mi virilidad sangrienta, a las banderas y los himnos. Y me siento mujer como Virginia: "como mujer no tengo patria. Como mujer no quiero patria. Como mujer mi patria es el mundo entero".
"Aquí arriba se ha de anotar el día de mi muerte, mes y año. Suplico, por amor de Dios y de su Purísima Madre, a mis amadas hermanas las religiosas que son y en lo adelante fuesen, me encomienden a Dios, que he sido y soy la peor que ha habido. A todas pido perdón por amor de Dios y de su Madre. Yo, la peor del mundo: Juana Inés de la Cruz". Mi interés por Juana Inés de la Cruz se despertó el 28 de agosto de 2004 cuando en el Museo Nacional de Colombia, en la ciudad de Bogotá, me deslumbró una exposición titulada "Monjas coronadas" en la que se narraba la vida y costumbres de los conventos durante la época colonial. He seguido su rastro durante años hasta que al fin durante varias semanas he descubierto las miles de piezas de su puzzle en Las trampas de la fe de Octavio Paz. Una afirmación de éste, casi al final del libro, resume a la perfección el principal dilema que sufrió la escritora y pensadora del XVII: " Sor Juana había convertido la inferioridad
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