La Medea que, partiendo del texto de Séneca, ha hecho Andrés Lima es más mujer que mito y eso lo subraya Aitana Sánchez Gijón con una interpretación en la que se sitúa a una altura humana. A diferencia de la recreada por Plaza y Molina Foix hace un par de años en Mérida, y en la que Ana Belén parecía más que Medea una gran dama del teatro disfrazada de diosa, en esta puesta en escena nos encontramos con la angustia real de una mujer, que a su vez podrían ser tantas mujeres pasadas y presentes, que se siente traicionada y que solo tiene a su disposición, para salvarse, las herramientas de un mundo dominado por los hombres. Un mundo de reyes, guerreros y amantes, en el que ella difícilmente encaja porque es capaz de ser un sujeto activo, de tomar decisiones, incluso cuando éstas pueden provocarle el más hondo de los sufrimientos. Vemos así como Medea expresa y hace cuerpo una emoción radicalmente masculina - la ira - y cómo es capaz de anular lo que históricamente ha dado sentido a la subjetividad femenina - los hijos. De esta manera, el personaje nos coloca frente a las injusticias de un planeta en el que ellas se han llevado siempre la peor parte, al ser las marionetas de los héroes y las que nunca dudaron en ser por y para otros.
Como bien explicó anoche Aitana, no hace falta que juzguemos a Medea. Basta con que podamos entender sus razones. Las razones de sus gritos, de sus convulsiones, de sus ojos ensangrentados. Si vemos a una mujer llegar a ese extremo, el de la venganza y el de la ira, lo único que deberíamos tener claro es que el origen de sus lágrimas es su sentimiento de extranjera. La "otra" entregada y humillada. A la que la historia sólo parece dejarle la posibilidad de convertirse en heroína multiplicando el dolor de aquél a quien más quiso.
De nuevo, el amor. Eros. La garganta honda que anula y ensombrece. El mito que nos continúa convirtiendo, sobre todo a ellas, en esclavos. Por eso, anoche, no solo vi en el escenario, absolutamente conmovido y casi al borde del temblor, a una mujer despechada o a una madre a la que separan de sus hijos. Vi también a una amante echando de menos el cuerpo del amado: el deseo frustrado, la cama ocupada, la piel callada. Y Medea que grita.
MEDEA, Lectura dramatizada
Sala Polifemo, Teatro Góngora, 18-2-17
Como bien explicó anoche Aitana, no hace falta que juzguemos a Medea. Basta con que podamos entender sus razones. Las razones de sus gritos, de sus convulsiones, de sus ojos ensangrentados. Si vemos a una mujer llegar a ese extremo, el de la venganza y el de la ira, lo único que deberíamos tener claro es que el origen de sus lágrimas es su sentimiento de extranjera. La "otra" entregada y humillada. A la que la historia sólo parece dejarle la posibilidad de convertirse en heroína multiplicando el dolor de aquél a quien más quiso.
De nuevo, el amor. Eros. La garganta honda que anula y ensombrece. El mito que nos continúa convirtiendo, sobre todo a ellas, en esclavos. Por eso, anoche, no solo vi en el escenario, absolutamente conmovido y casi al borde del temblor, a una mujer despechada o a una madre a la que separan de sus hijos. Vi también a una amante echando de menos el cuerpo del amado: el deseo frustrado, la cama ocupada, la piel callada. Y Medea que grita.
MEDEA, Lectura dramatizada
Sala Polifemo, Teatro Góngora, 18-2-17
Comentarios
Publicar un comentario