En los últimos años no han dejado
de aparecer en los medios noticias que han tenido como protagonistas a mujeres
a las que hemos visto en encrucijadas derivadas de su identidad cultural o
religiosa. Hace apenas unas semanas leíamos cómo un juzgado de Palma,
apoyándose en la libertad religiosa de la demandante, respaldaba el uso del
velo islámico de una azafata de tierra a la que la empresa Acciona se lo había
prohibido (http://politica.elpais.com/politica/2017/02/13/actualidad/1486988386_177187.html).
A principios de año, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos fallaba en contra de
un matrimonio musulmán que se negó a que sus hijas fueran a clases mixtas de
natación en Suiza (http://internacional.elpais.com/internacional/2017/01/10/actualidad/1484050734_880287.html). Han sido innumerables los casos en los que el
conflicto se ha planteado con respecto al uso por parte de menores de símbolos
religiosos en la escuela (http://ccaa.elpais.com/ccaa/2016/09/19/valencia/1474289825_103412.html),
por no hablar de polémicas convertidas en espectáculo mediático como la
prohibición del burkini el pasado verano(http://internacional.elpais.com/internacional/2016/08/26/actualidad/1472217871_554853.html).
Todas estas noticias tienen en común dos elementos: 1º) los sujetos que portan
un determinado símbolo o que tratan de cumplir con un determinado código de
conducta son mujeres; 2º) con diferente intensidad, en todos los casos
asistimos a un posible conflicto entre las normas propias de una cultura, en la
mayoría de los casos vinculada directa o indirectamente a creencias religiosas,
y los valores que hemos asumido como comunes en ese imperfecto pero admirable
pacto social que hemos denominado “constitucionalismo”. Estas dos referencias
nos ponen sobre la pista de las dos cuestiones que interseccionan entre sí y
que constituyen uno de los grandes retos de nuestros sistemas democráticos. De
una parte, la garantía de unas sociedades interculturales en las que hagamos
posible un más que aceptable equilibrio entre igualdad y pluralismo. De otra,
la protección de los derechos de las mujeres y de las niñas como presupuesto
ineludible de una democracia que para ser tal necesita considerarlas sujetos
autónomos y con voz propia. El hecho de que sean precisamente ellas, las
mujeres de determinadas culturas, las que se vean sometidas a presiones y se
conviertan en foco de conflictos, mientras que sus compañeros varones carecen
de las mismas ataduras, obliga a que enfoquemos todas estas cuestiones desde
una perspectiva de género, es decir,
teniendo en cuenta que las relaciones de poder sobre las que se construyen las
culturas y en las que tradicionalmente las mujeres están en posiciones de subordiscriminación. Unas posiciones que alimentan en general todas
las religiones, muy especialmente las monoteístas, las cuales se apoyan en
dogmas creados o interpretados por jerarcas masculinos que, a su vez, se
traducen en normas y reglas que perpetúan la desigualdad de género. Todo ello
nos obliga, de entrada, a asumir que la mayoría de los conflictos que se
plantean no son tanto de tipo religioso o cultural sino político – hablamos de
poder, de estatus, de ciudadanía – y de que sólo aplicando el principio de
igualdad, en cuanto fundamento de nuestro pacto social, podremos gestionarlos
adecuadamente. Esta perspectiva nos obliga a tener presente la dimensión interseccional
de la discriminación que sufren las mujeres, al tiempo que no perdemos de vista
que, como bien nos advierte Nancy Fraser, identidad,
participación y distribución de
bienes y recursos van de la mano.
Autonomía, género y diversidad: itinerarios feministas para una democracia intercultural, Tirant lo Blanch, Valencia, 2017.
Fotografía: Caperucita Roja, de Fernando Bayona (cedida por el autor para la portada del libro).
PUBLICADO EN THE HUFFINGTON POST, 25-2-17:
http://www.huffingtonpost.es/octavio-salazar/feminismo-emancipador-vs-_1_b_14955238.html
PUBLICADO EN THE HUFFINGTON POST, 25-2-17:
http://www.huffingtonpost.es/octavio-salazar/feminismo-emancipador-vs-_1_b_14955238.html
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