Paterson es una de esas películas que te reconcilian con el sentido último del cine como espacio creativo, como pantalla en la que discurren las emociones y las más recónditas dimensiones del ser humano. La última película de Jim Jarmusch es toda ella un poema que vamos viendo como crece a lo largo de una semana y en el que el tiempo discurre con la velocidad propia del creador. En ella no ocurren grandes cosas, sino que es simplemente la vida, nada más y nada menos que la vida cotidiana, la que pasa ante nuestra mirada. Todo en ella es pequeño pero tiene sin embargo la grandeza de lo auténtico: empezando por la ciudad y las gentes que en ella habitan y terminando por las habitaciones que comparte la pareja protagonista. Todo en ella huele a verdad, desde el despertar de los amantes al pastel de queso y coles, desde la niña poeta que ve cómo cae la lluvia a las conversaciones que escuchamos en el autobús, desde los amores rotos del bar a las pequeñas ilusiones de Laura. Por todo ello, Paterson se sitúa en las antípodas de las películas que ahora mismo están triunfando en la taquilla. Es el reverso absoluto de esa tontería llamada La la la Land y la mirada alternativa a esa América que de manera grandilocuente nos ofrece el cine de Hollywood.
Solo hay un aspecto, y que no es pequeño, que la película de Jarmusch comparte con los relatos mayoritarios que vemos en el cine: su mirada radicalmente androcéntrica y absolutamente complaciente con el statu quo desde una perspectiva de género. Una vez más, nos volvemos a encontrar con una historia en la que el genio creador es él, en el que toda la trama, por insignificante que sea, gira en torno al sujeto masculino que parece tener una profunda y rica vida interior (aunque profesionalmente se dedica a algo tan poco estimulante como conducir un autobús). Un genio de este calibre, aunque no haya sido reconocido y se limite a escribir versos en una libreta, necesita a su musa, que espera ansiosa que le haga y le lea un poema de amor. Una musa a la que siempre vemos encerrada en casa, mientras que él sale al espacio público, trabaja por las mañanas y se escapa al bar por las noches. Incluso en ese espacio tan masculino tendrá ocasión de demostrar el heroísmo que se espera de un hombre de verdad, por más que sea un chico que escribe versos sobre cerillas. A ella, salvo en la salida que hacen los dos juntos al cine, la encontramos siempre en el hogar, como ese ángel que prepara cenas con la ilusión de que le gusten al poeta y que no deja de coser y pintar cortinas, todas ellas en blanco y negro, tal vez porque así son los colores de sus sueños. Una mujer, Laura, que solo se permite ilusionarse con una guitarra y con un futuro de música leve que no parece entusiasmar mucho al hombre de la casa, y a la que vemos más radiante de nunca cuando consigue vender en el mercado los ricos pastelitos que se ha pasado horas cocinando. Esta Laura parece sin duda nieta de la Laura Brown de Las horas, heredera de las mujeres de Betty Friedam. El mal que no tiene nombre.
Me gustaría pensar en una segunda parte del relato, que Jarmusch podría titular Laura, en la que, como la heroína que interpretó Julianne Moore, ella al fin se libere de un tipo tan tristón como el conductor de autobuses y la veamos cantando en pubs nocturnos y vestida de colores. En esa soñada película, me encantaría volver a encontrarme con la niña que escribe poemas, y que tanto fascina al protagonista en una de las escenas más bellas de Paterson, convertida en un auténtica genia a la que, por supuesto, ya no le importaría que los versos rimen de acuerdo con las reglas de los hombres.
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