Me enamoré de ella, cuando apenas ella era una niña y yo un veinteañero, en aquella delicia que marcó a toda una generación titulada Beautiful girls. No he dejado de mirarla y de admirarla, a medida que ha ido creciendo, madurando y convirtiéndose en una actriz enorme, cuya belleza transmite todo el potencial creativo que tiene su mente. Siempre me gustó porque no es el típico rostro vacío de Hollywood, ni la mujer que se deja cosificar por exigencias del mercado creyéndose libre para hacerlo. Me gusta porque la siento autónoma e independiente, fuerte y poderosa. Y eso es algo que llena todos los personajes que interpreta.
Por todo ello, sólo una actriz como Natalie Portman podía interpretar la Jackie Kennedy que con tantas aristas nos presenta el chileno Pablo Larraín. Afortunadamente, el director de la brutal El club no ha hecho el retrato colorista y flambeado en el que seguramente habrían caído la mayoría de los directores norteamericanos al acercarse a este mito de la historia de su país. Al contrario, Larraín ha optado por reflejarnos las angustias, contradicciones, pesares y hasta miserias de una mujer que, de repente, se ve destronada de su sueño y se ve obligada a reconducir una vida que solo parecía tener sentido al lado del presidente más amado de la historia. En el relato que abarca los tres días siguientes al asesinato de Kennedy, vemos cómo Jackie trata de desenvolverse entre la urgencia del momento, el drama personal y familiar que está viviendo y su propio futuro. El rostro de Natalie, y por supuesto la fragilidad que delata su cuerpo pequeño y delgado, nos muestran la desorientación, el descontrol y el sufrimiento de una mujer que se creyó la princesa del cuento y que de repente no sabe qué va a ser de su vida. Más allá, claro, de convertirse en una especie de prototipo ideal para las revistas del corazón y para los escaparates (es impresionante la escena en que la misma Jackie contempla cómo en una tienda descargan maniquíes que parecen todos ellos una copia de la primera dama).
Larraín opta por hacer un relato nada complaciente, frío incluso, lleno de aristas y de diálogos que nos ofrecen muchas claves de los personajes y del contexto: los que Jackie mantiene tiempo después con un periodista, y que sirve de hilo conductor; el que la sostiene en pie con su cuñado o el lleno de recovecos que le lleva a una pseudoconfesión con el sacerdote que interpreta John Hurt en uno de sus últimos papeles. La película nos transmite la tensión que está viviendo el personaje principal, una especie de muñeca desorientada en un mundo de hombres en el que son otros los que parecen haberlo decidido todo por ella y en el que ella no tiene nada, ni siquiera una casa donde ir. Una tensión que nos llega multiplicada gracias a la poderosa y sugerente banda sonora hecha por una mujer, Mica Levi, algo poco habitual en la música de cine.
Jackie acaba siendo no solo el retrato de una mujer desubicada y perdida, como consecuencia de una trayectoria que había sido diseñada en función de otro: el marido poderosos y público, el pater familias, el sujeto proveedor y con autoridad, el líder que siempre necesita una bella esposa al lado. Es por supuesto un retrato de esa mujer que Delibes habría convertido en otra versión de "cinco horas con JFK" pero también de toda una sociedad, de todo un modelo, el norteamericano, que siempre ha vivido la nostalgia de una monarquía y que con los Kennedy estuvo a punto de tenerla. Esos príncipes y princesas de un reino imaginario, el Camelot reiteradamente aludido en la película, en el que Jackie cumplía su perfecto papel de mujer "recortable", de dama que siempre se sitúa un paso por detrás de su hombre, de espejo para todas las que admiraban su elegancia y saber estar. Pura fachada que escondía en el fondo, y es lo que Larraín con la ayuda inestimable de Portman nos cuenta, un torbellino a punto de estallar.
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