Las mujeres de Zufre, no sé si de manera consciente o no, son el verdadero alma del pueblo. Son todas mujeres luchadoras, entusiastas, que arrastran historias que darían para varios novelones, que han trabajado, sufrido y amado, todo ello a veces en exceso. Pepa la de Benito, Rosa, María Rufo, Fina, Gori, Josefa la de Pía, Joaquina, Pepa la de Sisto, Pepa la de Goro, Mari Te, Encarna, Sebastiana, Pepa la de Pablo, Loli Díaz, Paqui, Milagros, María Vázquez, Antonia, Nati, María de la O, Pepi la de Moreno o Eulalia que hoy cumple 87 años, son un espejo en el que todos deberíamos mirarnos. Y muy especialmente los hombres que, durante siglos, no hemos sabido ni querido reconocerlas. Ellas, desde sus vidas anónimas, tan oscuras a veces, tan silenciosas, han sido tan importantes para la vida de su pueblo como los hombres que trabajaban en el campo, que cazaban o hacían negocios. Las que no han dejado de limpiar los suelos, de coser las sábanas rotas, de cocinar pollo en salsa zufreña y de rezarle a la Virgen del Puerto. Esa que algunas llevan pegada al pecho en una medalla.
Por todo ello, por todo lo que tienen que contarnos y enseñarnos, por todo el rastro de sus vidas privadas e invisibles que está en las fotografías que con esmero han recopilado, ellas fueron ayer las verdaderas protagonistas. Más feministas incluso que Clara Campoamor, aunque ninguna sepa con exactitud el significado del término. Más luchadoras que la mayoría de los hombres que prefieren seguir en la taberna viendo los toros y leyendo el Marca. Más comprometidas con la igualdad que muchas de los políticos y las políticas que piensan que la vida es un mitin.
En apenas unas horas he aprendido de ellas más de lo que hubiera podido aprender leyendo sesudos ensayos y tesis. Hablando con ellas, sintiéndome como si formara parte de su familia, reconocí en ellas a mis abuelas e incluso a mi madre. Las reconocí en sus manos gastadas por el trabajo, en su pelo bien limpio y peinado para la ocasión, en sus sonrisas impagables, en su aroma de cocina y jabón. En sus devociones y cariños, en las toallas bordadas y en sus dedos que ahora hasta se atreven a teclear un ordenador.
Con ellas viaje en el tiempo y me situé más en el presente que nunca. Alimentado por sus voces sabias y sus energías inagotables. Me llenaron por dentro con tanto cariño y sabiduría que supongo que tendré entusiasmo para largo tiempo.
Y cuando me falte, sé que siempre podré volver a la cocina de Gori, a tomarme un café bien cargado y a mirar fotografías antiguas, mientras que su "niño" entra y sale, sale y entra, y José María apura las últimas páginas del libro o se lamenta ante el telediario que no deja de contar barbaridades de un mundo aún dominado por los hombres.
Aunque era yo el que suponía que iba a aportarles conocimiento e ideas con mi conferencia sobre Clara Campoamor, fueron ellas, las mujeres de Zufre, las que me dieron una auténtica clase magistral. Sin necesidad de cátedras ni micrófonos. Con un curriculum en el que la vida les ha pesado y llenado tanto que le sale a borbotones por la boca. Ellas son las verdaderas artesanas del cuidado y la ternura. Los fundamentos de una ética que debería ser de obligado cumplimiento. La que es tan fácil descubrir tras las puertas abiertas de Zufre, en la sonrisa generosa de la abuela que tiene el suelo de su casa como los chorros del oro, en las voces que entonaron un "Himno a la mujer trabajadora" sin ser conscientes de que sobraba el adjetivo porque todas las mujeres, y siempre, han sido y son trabajadoras. Las auténticas sostenedoras de la vida. Maestras en el arte de multiplicar las sobras y de vigilar que los afectos no se quiebren. Las que, con suerte, fueron a su "escuela de niñas" y a las que los días se encargaron de enseñarles todas las lecciones que los hombres no escribieron en los libros.
Por todo ello hoy ellas son las que se merecen ser las protagonistas de mi blog. En agradecimiento por su generosidad y en reconocimiento de su grandeza.
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