No puede ser sino una bendita casualidad que empiece este blog en Cordópolis hablando de Teresa de Jesús. Aunque no lo había pensado antes, tal vez haya entre ella y Thelma y Louise más conexiones de las que nunca Ridley Scott se atrevió a imaginar. Pocos personajes como ella han sido objeto de lecturas y relecturas tan diversas. De icono de la España católica y franquista a figura reivindicada por el feminismo, pasando por esa suerte de icono pop que entrevemos en las obras de Marina Abramovic, Paco Bezerra o Cristina Morales.
En mi memoria siempre tuvo el rostro de Concha Velasco, dirigida por Josefina Molina y con guiones de Carmen Martín Gaite. Ahora es la directora Paula Ortiz las que nos ofrece otra mirada sobre la escritora de Ávila y lo hace adaptando la obra de Juan Mayorga La lengua en pedazos. Tal vez el mayor reparo que pueda hacerle a la película es que en ella pesa demasiado el verbo del autor, el cual, entre barroco a veces y afilado como un bisturí otras, encuentra en una sala de teatro el espacio idóneo para que impacte en los sentidos de los espectadores. En la pantalla, sin embargo, le cuesta romper la distancia y se vuelve, sin dejar de ser hermoso, como uno de esos remolinos que hacen que las hierbas no dejen de girar alrededor de sí mismas.
La voz y la presencia de Blanca Portillo, sin duda la actriz española que mejor y con más verdad dice los textos, como si al pronunciar las palabras su aliento las escribiera en el espejo de quien la escucha, sostienen el experimento que, con frecuencia, roza el precipicio. A su lado, Asier Etxeandía mantiene el tipo, lo cual no es poco, aunque a veces se le va mano y cae en un cierto histrionismo, de esos que en Hollywood se premian con Oscar. No le habría venido mal personaje algo de quiebre y desvalimiento, porque también él es, como la interrogada, un tipo desconcertado. Una masculinidad desnortada, diríamos con el lenguaje políticamente correcto de 2023. No obstante, la película tiene varios momentos de miradas y silencios entre ellos que compensan esos otros en que tanta intensidad por ambos nos desubica en lugar de emocionarnos.
Al igual que ya ocurriera con sus anteriores De tu ventana a la mía y La novia, Paula Ortiz cuida hasta el último detalle de una película visualmente hermosísima, llena de lirismo y de imágenes que nos dejan sin palabras. En este sentido, la sugerente recreación de las tres edades de Teresa es todo un acierto. De la misma manera que lo es una fotografía que juega con las velas, el fuego y la luz todopoderosa de la Naturaleza. Hay que reconocer que los hábitos blancos siempre dieron mucho juego en cuanto a su impacto visual y no digamos esos espacios tan silenciosos y misteriosos que son los conventos. La directora aprovecha esta magia, como también lo hace con el valor simbólico de espacios como la cocina, la celda o la biblioteca. Lugares de silencio y pensamiento, de palabras e ideas, que son redimensionados y filtrados por la mente de una mujer que piensa e imagina, frente al exterior de belleza, sí, pero también de peligro. La belleza y el peligro de los placeres. Encarnados en nuestros esqueletos de seres tan frágiles que siempre andamos, cada uno a su manera, a la búsqueda de un dios. Entre medias, la ira, el asombro, la imaginación. Tres hilos con los que coser la toca que acaricia las cabezas que piensan por sí mismas. Aunque luego las lenguas, rotas, en pedazos, no alcancen a decir palabra alguna.
Es tal el derroche visual que nos propone la directora que a veces, tal y como ocurre con las palabras de Mayorga, en lugar de arrastrarnos a una especie de experiencia mística nos deja apabullados pero fríos. En este sentido, un poco más de arrebato y locura no habrían venido nada mal a una historia y a un personaje que son la más radical expresión del desorden y la ruptura. En esta ocasión, las formas le han podido a la desnudez de los sentidos. He echado en falta más carnalidad, más pasión, más éxtasis. Que el blanco mármol de Bernini se hubiera hecho gemidos en el infierno del deseo por el que pasea la carmelita descalza.
Teresa, que acaba siendo una vindicación de la duda como virtud intelectual y casi como seña de identidad de lo humano, nos recuerda todo el potencial emancipador que hay en la figura de la santa. Una emancipación que, como no podía ser de otra manera, tiene sus raíces en la cultura, en los libros que hacen que nos conduzcamos como autónomos, en la imaginación que, además de la loca de la casa, es la mejor herramienta para subvertir el orden. Elementos todos ellos que mal casan con los dogmas de quien divide la realidad con la fuerza del pecado.
Es esa dimensión del personaje la que más me interesa y la que sí que nos ofrece algunas claves para ubicarla en el proyecto feminista de transformación de un mundo hecho a imagen y semejanza de los patriarcas. En este sentido, el combate verbal entre la monja y el inquisidor es también la lucha entre dos maneras de entender el mundo. Ella es, como tal vez la calificaría Sara Ahmed, una aguafiestas que destroza para construir, que busca nuevas palabras para dar nombre a lo que no existe, que se desvía y crea nuevos sentidos. Una mujer que se rebela contra el silencio impuesto y la negación de su voz.
“Voy a escribir fuego hasta que me salga de las orejas, los ojos, los agujeros de la nariz… por todos lados. Hasta mi último aliento. ¡Voy a extinguirme como un maldito meteoro!”, escribió Audre Lorde siglos después, en clara armonía, a mi parecer, con la autora de Las moradas. Escribir fuego como una forma de extinguirse. Pensar torcido como una zancadilla al poder. La incomodidad como reveladora de mundos. En fin, ser aguafiestas, ser una feminista aguafiestas, como una forma de cuestionar las promesas de felicidad que otros pensaron en nuestro nombre.
PUBLICADO EN EL BLOG ¿QUIÉN TEME A THELMA Y LOUISE", Cordópolis, 28/11/23:
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