“Te
podría contar
Que está
quemándose mi último leño en el hogar
Que soy
muy pobre hoy
Que por
una sonrisa doy todo lo que soy
Porque
estoy solo y tengo miedo”
Joan Manuel Serrat, Balada
de otoño
A estas alturas de mi vida, en que empiezo a sentir que tengo más pasado que porvenir, y cuando empieza haber vacíos, demasiados vacíos, en mi agenda, me doy cuenta más que nunca de cuántas mujeres han sido y son esenciales en mi sostén. Cómo han sido ellas, con su praxis, y no tanto con sus discursos, las que me han ido descubriendo las maravillas de la horizontalidad y el verdadero sentido de lo que es tejer redes, algo a lo que, me temo, todavía los hombres no solemos estar muy acostumbrados. En mi vida académica, a la que tanto tiempo he dedicado y dedico, nunca subrayaré lo suficiente el papel tan importante que han tenido, y siguen teniendo, las mujeres de la Biblioteca de mi facultad. Con algunas de ellas he recorrido un itinerario largo largo en el que no solo hemos compartido libros y pesquisas de investigador, sino también, y afortunadamente, complicidades y abrazos, risas y proyectos con los que tanto nos hemos empeñado en que ese espacio de Derecho no fuera solo un almacén de libros o una sala grande de lectura. En este año que se acaba, ese espacio que para mí siempre ha sido un refugio, como una segunda casa, ha ido dejando huecos, en algún caso, felices, porque compañeras como Aurora o María José ya andan jubilosas por las calles y plazas llenado sus días de vida y más vida. Aunque las echo de menos a diario, sé que están disfrutando esa etapa en la que, como mujeres sabias que son, sabrán priorizar lo importante. Sin embargo la ausencia de Mª Carmen Fernández, mi Carmen de Biblioteca, no tendrá ya esa estela de luz que hasta ahora yo sabía que la acompañaba en sus paseos por Córdoba. La que hace apenas unas semanas tuve la suerte de compartir con ella tomándonos un desayuno en el que sonreímos a un domingo que nos pareció eterno.
Carmen ha sido una de las
mujeres sin las que hoy no sería quien soy y que, de alguna manera, ha estado
siempre entre los renglones de lo que he investigado y he escrito. Nos conocimos
cuando era un estudiante desubicado pero empollón y empezamos a ser cómplices
cuando empecé mi tesis doctoral, en aquellos años en que sin Internet y casi
sin ordenadores eran fundamentales las horas en Biblioteca, las fotocopias y el
trabajo de quienes me abrían puertas hacia esos mundos que solo habitan en los libros.
A partir de ese momento, no dejamos de tramar proyectos y de imaginar no solo otra
Biblioteca sino otra Facultad posible. Me cuesta trabajo recordar ahora tantas
actividades, presentaciones de libros y meses de Abril en los que ella se
desvivía por hacer carne lo que los dos compartíamos con ilusión casi infantil:
la pasión por los libros, el arte de la conversación, la capacidad de mirar más
allá de nuestro metro cuadrado de soberanía. En este largo recorrido, que hoy a
mí se me antoja cortísimo porque me resisto a admitir que no tendrá continuación,
yo fui derribando murallas y hallando en Carmen, a la que solía encontrarme
cada mañana muy temprano cuando llegaba a la Facultad fumándose uno de sus
primeros cigarros del día, una de esas mujeres con las que siempre me resultó
fácil hablar de lo que me bullía por dentro. Fue así como la hice testigo no
solo de mis publicaciones o de mi trayectoria universitaria, sino también de la
vida que yo fui recorriendo por senderos a veces empinados. De esa manera, estuvo
en los momentos más importantes y fue, entre otra muchas cosas, testigo
permanente de una paternidad que a mí me cambió para siempre. Por eso esta
mañana, cuando recibí la desoladora noticia de su fallecimiento, pensé inmediatamente
en mi hijo y en tantas cuaresmas, y en
tantas bandas de música, y en tantas fotografías y escritos que yo siempre le
enviaba y que ella recibía como quien se sabía receptora de un tesoro.
En estos años, en los que se van marchando tantas personas que yo, iluso, pensé que serían eternas, me he ido dando cuenta de que no estamos educados para integrar la muerte en la vida y de que, poco a poco, hemos ido deshumanizando los rituales que durante siglos sirvieron a los humanos para facilitar el tránsito y supongo que también el duelo. En nuestra deriva narcisista, hemos ido desaprendiendo el carácter colectivo de cualquier muerte y, en consecuencia, nos hemos ido quedando sin herramientas para sanar las heridas que deja en quienes han de acostumbrarse a continuar el calendario a sabiendas de que esa persona querida, y por tanto un trozo de nosotros mismos, ya no nos acompañará en el viaje. Para quienes además somos unos descreídos y hace tiempo que desalojamos a los dioses de nuestras estanterías, me temo que resulta todavía más difícil encontrar consuelo y que nos las hemos de ingeniar para inventarnos un futuro en el que, de alguna manera, el vacío se convierta en un hueco por el que dejemos pasar las posibilidades. Es así como me gustaría, a partir de mañana, sentir el que ha dejado Carmen en mi vida. Como si fuera un pasadizo por el que adentrarme a diario, aunque ya no sean posibles nuestras charlas interminables, y en el que de fondo siempre suenen como banda sonora las canciones de su adorado Serrat. Aunque ella no esté físicamente, no dejaré de sentir sus manos de bibliotecaria-amiga-madre cuando escriba en mi diario o cuando lo haga sobre la pantalla en blanco, al inicio de cualquiera de mis aventuras literarias o simplemente cuando describa lo mucho que me ha gustado una película o una novela. Quisiera creer que hay una suerte de eternidad en ese hilo que su sonrisa y su vitalidad, esa que yo seguí viendo en aquel domingo de pan tostado con mantequilla, han dejado en mi cuerpo de hombre frágil y a la intemperie. En un siglo de tanta ferocidad y tormenta, pero en el que deberíamos seguir luchando todos y todas porque sus nietos tengan un futuro posible. Ese que yo siempre he tratado de encontrar entre las páginas de los libros en los que me queda la luz de Carmen, como uno de esos marcapáginas con los que me seguiré defendiendo frente a quienes pretendan robarme el mes de abril.
D.E.P. Mª Carmen Fernández Jaén, la bibliotecaria de mi vida.

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