Nunca me ha entusiasmado el cine de Scorsese, aún reconociendo sus valores artísticos. Supongo que el exceso de testosterona y su regodeo en contarnos la historia del poder y la violencia han jugado en su contra, y quizás tal vez por eso mismo solo La edad de la inocencia consiguió en mí una cierta fascinación. Esta línea, sin embargo, se ha roto con su última película. Debo confesar que fui al cine con mucha prevención y atemorizado ante las más de tres horas de metraje. Supongo que la crítica más positiva que puedo hacer es que esa larguísima duración me pasó desapercibida, de manera que cuando llegaron los títulos de crédito no era consciente de haber estado delante de la gran pantalla. Cosa que, sin embargo, no puedo decir ante muchas películas que duran mechos menos y que se me hacen eternas.
Killers of the flower moon - y pongo el
título original porque no obvia, como lo hace la traducción española, a las flores,
que me parecen claves, tal y como se explica al principio – es una como enorme
cebolla, llena de capas que, aún alrededor de la misma historia, nos van
revelando pasiones y miserias humanas. En línea, claro, con lo que en general
ha hecho Martin Scorsese a lo largo de toda su cinematografía. Con un pulso
narrativo admirable, con diálogos ajustados y un sentido épico que tiene mucho de
contra-western, el largometraje nos habla de muchas cosas, pero sobre todo, lo
hace de la avaricia y de la ambición. De las claves que sustentan un modelo
extractivista y depredador. De la ética, o mejor dicho la ausencia de ética que
mueve los hilos no solo de un país sino de todo un sistema globalizado al que
no le importa arrasar con vidas y comunidades enteras. I love money. Tan
habituado a todo tipo de formas de esclavitud y servidumbre. Pura y dura explotación.
Pozos de ambición, que diría Paul Thomas Anderson. Pura y dura masculinidad.
Con escenas bellísimas que vindican la cultura de los Osage, su
espiritualidad y sus formas de vida
comunitaria, y con una mirada singular,
poco habitual en su cine, sobre el lugar de las mujeres en dichos espacios,
Scorsese logra una de sus películas más impactantes y conmovedoras. De esas que
tiene un peso argumental y artístico que hacen que el espectador sienta que
está asistiendo a una suerte de tragedia clásica. Algo que sería imposible sin unos
actores y unas actrices, desde los secundarios a los principales, que encarnan
a los personajes y que no se limitan a ponerse sus vestimentas. Hasta Robert de
Niro que lleva ya años empeñado en mostrarnos una caricatura de sí mismo, aquí
vuelve a ofrecernos un despliegue interpretativo, en el que no faltan algunos
excesos marca de la casa. En todo caso, son Leonardo Di Caprio, que no fue nunca
santo de mi devoción, y la maravillosa Lily Gladstone, los que merecen todos
los premios. Él por su ajustado papel de hombre simple y desbordado por los acontecimientos
– ese labio, esa mirada que parece duplicar la de su tío, ese desamparo de
hombre con la brújula rota – y ella por algunos de los más expresivos y bellos
silencios que recuerdo últimamente en el cine. Y por ese portazo final que es el
mejor alegato que Scorsese ha hecho nunca a favor de la autonomía de las
mujeres.
Con una tensión narrativa que va creciendo progresivamente, y
que solo decae en la parte de la investigación de los asesinatos que a mí me
pareció alargada, la película nos lleva a un final que reivindica el sentido de
los bienes comunes, de la Tierra y de la comunidad. Mucho que ver por cierto
con los espacios que siempre han ocupado y han defendido las mujeres (¿y si
Martin se nos hubiera vuelto ecofeminista y decolonial?). La esperanza de otro mundo posible frente al
dolor y la extremada violencia de las dinámicas dominantes de los amos y “reyes”.
Esos que Scorsese lleva recreando toda la vida en una filmografía que bien
podría ser un tratado sobre cómo se construye y sostiene el salvaje capitalismo.
Y ese epílogo radiofónico… Tan emocionante para quienes
amamos la radio y para quienes, en general, amamos el arte de narrar. Una idea
brillante que nos demuestra que, nos guste más o menos, el director de Gangs of New York es uno de esos maestros que ayudan a que nos preguntemos por el
sentido de las cosas. Puro arte. Puro cine.
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