Cuando las mujeres vindican una mayor presencia en el mundo artístico no se trata solo de una cuestión cuantitativa, que también, sino sobre todo de la necesidad, la justicia diría yo, de que ellas ofrezcan su mirada sobre el mundo. Desde sus cuerpos, desde su memoria, desde sus vivencias. Llevamos siglos mal educados por una lógica parcial, la androcéntrica, a la que afortunadamente han empezado a salirse grietas, pese a los machos reaccionarios que se rebelan y gracias a que el feminismo está siendo la ola más transformadora de las últimas décadas. Esta necesidad de mujeres que se cuenten y nos cuenten se hace más evidente cuando vemos obras como la que anoche llegó al Gran Teatro de Córdoba. La isla del aire, de Alejandro Palomas, es una prueba evidente de cómo en muchos casos los hombres hablamos solo “de oídas” y de cómo somos expertos en reproducir imaginarios estereotipados y, por tanto, nada emancipadores, de quienes son la mitad de la Humanidad. En línea con otros creadores como Pedro Almodóvar, aunque a años luz de la poderosa gramática del manchego, Palomas no ha dejado de publicar novelas sobre ese mundo de mujeres en el que él creció y a las que, lejos de contemplarlas como seres autónomos, las hace siempre girar en torno a los hombres y las acaba arrastrando a los laberintos propios del dolor y la soledad. Con el amor, siempre el amor como eje que hace girar la rueda. El mal amor, claro. Nacidas para amar. Y para sufrir.
En La isla del aire son cinco mujeres de una familia, de distintas edades y generaciones, a las que vemos arrastrar, como si de una larga y pesada cola se tratara, los desastres causados por hombres. Paradójicamente, aunque ellos no estén presentes, son los verdaderos protagonistas de la historia. Arturo, Martín, Héctor, Christian. Incluso alguno de ellos con la estela propia del heroísmo político. Todos identificados, por cierto, con su rol de profesionales, a diferencia de ellas, que no sabemos si, además de lamentarse, tienen trabajos, aspiraciones profesionales o bien, como hace Berta, la nieta, escriben solo para escucharse a sí mismas. Ellos son los que, al parecer, han manejado las vidas de todas ellas y las que las han llevado al precipicio. Mujeres solas, desquiciadas, chifladas, tristes. Madres que obligan a sus hijas a vivir la misma vida de mierda que vivieron ellas. Mujeres expulsadas de sus casas y abandonadas por sus maridos. Mujeres atormentadas por esposos que incluso se atreven a dejarlas sin que haya otra mujer de por medio. Y, para que no falte ni un detalle conmovedor, la desaparecida, la muerte, tal vez la suicidada. La que engulló el mar. Los secretos y las mentiras de cualquier familia. Y la culpa, siempre la culpa. La culpa que habita en la isla de la mujeres.
Con todos estos ingredientes, que el texto de Palomas desarrolla con una suma apañada, que no inteligente, de lugares comunes y concesiones a la complicidad del público, la obra no alcanza a remontar el vuelo dramático ni consigue eso que da sentido al teatro: que quienes estemos sentados en la butaca notemos cómo se nos tambalea el esqueleto y los músculos que le dan movimiento. Con una dirección plana, y que solo parece estar al servicio de que las actrices se luzcan, Mario Gas ha hecho un montaje correcto pero muy conservador, que alcanza sus mejores momentos cuando todas las actrices componen el cuadro final, más que cuando en las pequeñas piezas del principio nos las presentan como si fueran trocitos arrancados de una novela. La escenografía es bella y efectiva, aunque me sobran las imágenes proyectadas, tan usadas en los últimos años, y que contradicen la esencia del teatro que no es otra que la palabra pura y desnuda. Lejos, muy lejos, Al faro, de Virginia Woolf.
La hija del aire no se sostendría durante la escasa hora y media que dura, ni llenaría teatros como lo hizo anoche en Córdoba, sin las actrices que tratan de dar un poco de alma a personajes que son como bocetos de un dramón. Entre ellas, sobresalen la siempre poderosa Vicky Peña y una Nuria Espert que aporta todo su oficio de años al papel más agradecido. Ella, a sus 88 años, y en el que ha anunciado que será su último trabajo, encarna a la abuela de la familia. La que ya vive entre tiempos que se confunden y fogonazos de lucidez. A ella pertenecen los parlamentos más agudos e incluso cómicos, en muchos casos pensados para que el público suelte su carcajada como si estuviéramos en una comedia de Lina Morgan o en una obrita escrita por Gala a la mayor gloria de Concha Velasco. De la boca de esta mujer, que se debate entre el cansancio de la vida y el miedo a morir, entre los estragos de la dependencia y el soplo último de su carácter, salen las verdades más incómodas, los verbos esquivados por el resto, los adjetivos valientes de quien ya no tiene nada que perder. Aunque el personaje se nutre de un exceso de estereotipos –algún día tendremos que reflexionar sobre nuestros imaginarios de abuelitas, mujeres viejas y ancianas entre tiernas y chifladas, ¿verdad, Anna Freixas?-, la Espert lo levanta con dignidad y entrega. Aunque ya su voz esté débil y cueste a veces reconocer el peso de esa luz que parecía salir, entre volcánica y dulce, de su boca de perfil egipcio. Entiendo que la mayor parte de los aplausos entusiastas que se oyeron anoche en el Gran Teatro -uno de los lugares en los que he asistido siempre a la mayor generosidad, y a veces hasta exceso, en este momento en el que el público recupera su aliento democrático- iban dirigidos a la señora que ha recorrido la historia de todo un siglo de este país a lomos de heroínas y sufridoras. La lorquiana, la operística, la que frente a Adolfo Marsillach se atrevió a preguntar quién teme a Virginia Woolf, la clásica y la moderna. La que incluso sentada en una silla de ruedas, o con un bastón tembloroso, y con ese bellísimo pelo a lo Martín Gaite, nos emociona cuando se atreve a gritar ¿Es que ni jugar podemos las viejas?
* Esta crónica ha sido publicada en Cordópolis (4-11-2023):
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