“Quizás el mito de la mujer se apague algún día:
cuanto más se afirmen las mujeres como seres humanos, más morirá en ellas la
maravillosa condición de alteridad. Sin embargo, el momento sigue existiendo en
el corazón de todos los hombres”.
Simone de Beauvoir, El segundo sexo
Era todo un reto darle una vuelta a la historia de Salomé
para además estrenarla, con toda las dimensiones que ello conlleva, en el
Festival de Mérida. El personaje, y sobre todo su recreación romántica, y yo
diría que misógina, podía haber dado lugar a un engendro difícilmente digerible
en esta época en que algunos entienden que actualizar los clásicos es ponerlos
a decir lo que hoy dirían pero que realmente no decían. Magui Mira ha salvado,
sin embargo, todas esas amenazas y le ha dado un corte de mangas a Oscar Wilde,
a Strauss y hasta a Rita Hayworth. Su versión de la historia bíblica, que se ha
traducido siempre como un ejemplo evidente de la clásica femme fatale,
es de nuevo una propuesta juguetona y sugerente, en la que la historia que
vemos en escena podemos leerla como un censura de los excesos del poder, de las
injustas desigualdades y, en ese contexto, claro está, de la subordinación de
las mujeres que siempre han tenido que batallar, a veces contra ellas mismas,
en un mundo de machos. En este sentido, la Salomé de Magüi Mira, que encarna
con absoluta entrega y belleza una Belén Rueda que confirma el estatus que ya
se adivinaba en su Penélope de hace tres años, es un grito desgarrador contra
los velos que ocultan a las mujeres, contra los machos que las dominan y que
las quieren veladas y sin nombres. Las idénticas, las invisibles, sagradas pero
no libres. Las que con tantísima frecuencia han usado su cuerpo y su sexualidad
para intentar romper los barrotes de la jaula. Eso que ahora en términos de
feminismo liberal, y muy cómplice del mercado, se denomina capital erótico y
que durante siglos no fue sino a menudo la táctica y la estrategia de las supervivientes.
De ahí que en esta versión de la historia no asistamos a la tradicional danza
de los siete velos sino más bien a un ejercicio dramático de humillación, y de
vano intento de liberación, por parte de una Belén Rueda que alcanza sus mejores
momentos cuando se baja de los tacones de princesa y se convierte en una bailarina desgarrada.
Pero es que también Herodías, la otra mujer del relato, interpretada
por Luisa Martín con el pulso de una comedianta que sabe muy bien cuando
quedarse al borde de la tragedia, aparece como una víctima de ese mundo de
hombres, como la puta señalada por el “boys club” y que reclama, nada más y
nada menos, que tener la libertad de amar y desear como lo hace Herodes, un
tipo que en esta obra es la encarnación de todos los machitos, pasados y presentes,
acostumbrados a dominar a los otros y a las otras por cojones. A mitad de
camino entre el Chaplin de El gran dictador y cualquiera de esos dictadores y/o
chulos que hoy vemos luciendo virilidad en las pantallas. Tan vacíos como
absurdos, pero tan peligrosos. Tan temibles. De ahí que en esta versión
Herodías sea un personaje que nos lleva a la risa pero también a la angustia.
La propia de una víctima.
Con una milimetrada coreografía, que en el teatro de Magui
Mira va más allá de lo que podemos identificar con el baile y que tiene que ver
con todos los movimientos de los personajes, esta Salomé puede ser leída como un
alegato contra los hilos de poder que siempre necesitan víctimas y sometidos.
Que urden tramas de injusticia y desigualdad. El derroche y el esplendor de las
mesas de palacio frente a la hambruna de las calles. El oro de los collares y
los mantos de terciopelo frente a la desnudez de quienes intentan hacer la
revolución. Los bienaventurados. Esos de quienes se supone que será el reino de
los cielos. Los pobres, las putas, los exiliados. Los nadie a los que Juan el
Bautista promete no un cielo sino otra tierra posible. El profeta político. Un
libertario que para Magüi Mira es un hombre con potencia pero también tierno,
más humano que mito, y al que tal vez, con la intención de darle aliento poético,
hace cantar como si en la música se abrieran ventanas. Unas decisiones arriesgadas
que en muchos instantes están al borde del precipicio pero que se salvan no solo
por la belleza del texto sino también por la interpretación de un Pablo Puyol
que se va creciendo en la función y que nos convence de su vulnerabilidad.
La Salomé que ha triunfado estos días en Mérida es además un
espectáculo para los sentidos. La hermosura del texto se amplifica con una
puesta en escena, una iluminación, una música y, sobre todo, un acertadísimo
vestuario que nos habla mucho y bien de lo que son y representan cada uno de
los personajes. Con una historia en la que se podía haber estado tan cerca de
los lugares comunes o de las obviedades facilonas, Helena Sanchís ha apostado
por convertir las telas y los vestidos en parte de la poética. Así lo son de
manera contundente en los trajes de la guardia real que representan, a mitad de
camino entre los Monty Python y las tapadas de cualquier país donde las mujeres
carecen de derechos, el absurdo tan peligroso de quienes son esbirros del poder,
y por tanto ejecutores de la violencia, al estilo de esas manadas que todavía
hoy continúan disponiendo de los cuerpos de las mujeres como un territorio de
su propiedad. Es decir, puro y duro patriarcado.
Pero donde el cuerpo, el vestuario y la palabra alcanzan la
máxima belleza en esta Salomé es un personaje que parece salido de un
cuento, o de un cuadro romántico, o de la imaginación de una mística revolucionaria,
y que responde al nombre de Sirio. Este no es un narrador al uso ni una especie
de conciencia de los personajes, sino más bien una luz que promete un tiempo
nuevo en medio de tanto caos y muerte. Los ajustados y precisos movimientos del
actor Sergio Mur, el esplendor de su falda y sus enaguas, la androginia que se
mece entre su pecho de hombre musculado y sus brazos de danza femenina, su
rastro de arcángel huido del pincel de un artista enamorado, nos abren la
puerta a la esperanza. La de un mundo por llegar, todavía hoy en el siglo XXI, miles de años después de
lo sucedido en aquella Judea de machos reinantes y princesas encarceladas. En
ese Sirio que representa la sexualidad sin poder, los deseos sin furia, el amor
con cuidados, el amanecer posible y la
espiritualidad sin dioses con látigos, habita la singular apuesta que Magüi
Mira ha hecho en esta obra, como en la mayoría de las que ella urde con su savia
de sabia niña, por la esperanza. Una esperanza política, a lo María Zambrano,
tan necesaria hoy en este mundo en el que vemos como siguen reproduciendo los
Herodes y las Herodías, y en el que todavía nos quieren convencer de que Salomé
no ha conseguido emanciparse de los “hombres fatales”, en palabras de Elisenda
Julibert[1],
que la concibieron como su objeto de
deseo.
[1] Hombres
fatales. Metamorfosis del deseo masculino en la literatura y el cine, editorial
Acantilado, Barcelona, 2022
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