“Dios hizo al hombre a
su imagen y semejanza, dice el cura, dice el gesto, dice el cáliz sagrado. Los
hombres somos dioses, corean la ciencia y la universidad, cantan Darwin y
Newton, cada uno desde una estrella. Y es precisamente en ese instante sagrado
cuando comprendo que he nacido en el bando equivocado”Nuria
Labari, El último hombre blanco
“Dios hizo al hombre a su imagen y semejanza, dice el cura, dice el gesto, dice el cáliz sagrado. Los hombres somos dioses, corean la ciencia y la universidad, cantan Darwin y Newton, cada uno desde una estrella. Y es precisamente en ese instante sagrado cuando comprendo que he nacido en el bando equivocado”
Debo confesar que fui al cine, de manera similar a como hace unas semanas me ocurrió con Barbie, sin mucha confianza en que la última película de Nolan me gustara. Leía sus 180 minutos de duración más como una amenaza de aburrimiento que como una promesa de disfrute. Además, el siempre muy masculino cine del director de Memento me ha dejado habitualmente indiferente, por lo que mis expectativas eran muy bajas, teniendo en cuenta además que Boyero había alabado la película en el momento de su estreno, un dato que casi siempre actúa para mí en contra del producto. Menos mal que no me dejé llevar por mis prejuicios y que me decidí a disfrutar de Oppenheimer en un gran pantalla, en versión original y con todos mis sentidos abiertos para disfrutar con la propuesta fascinante que nos hace Nolan.
A pesar de lo que a
priori pudiéramos pensar, Oppenheimer no es un clásica biografía en imágenes.
Lo más atractivo de la película es la mezcla de géneros que hace que sus tres
horas de duración sepan a poco y que cada espectador pueda incluso quedarse con
la perspectiva que más le resulte de interés. Además de por supuesto una
biografía del creador de la bomba atómica, la película tiene mucho de thriller,
de cine negro, de drama judicial y por supuesto de cine político. El mayor
acierto del guionista y director es que ha sabido trasladarnos todas las
aristas del personaje y que lo ha hecho mediante una narrativa hecha de múltiples
piezas, todas necesarias y bien orquestadas, como si fueran las partituras de
un concierto adaptadas a cada instrumento. Todo ello, además, sin renunciar a momentos
espectaculares, de esos que dan todo su sentido al cine en pantalla grande, que
llevan en ocasiones a Oppenheimer a un cierto tono operísitico,
grandioso, con la ayuda de la impresionante banda sonora de Ludwig Göransson.
Al mismo tiempo, la última
película de Nolan tiene también momentos próximos a un drama shakesperiano, en
la medida que asistimos a la lucha de un personaje – el J. Robert Oppenheimer
interpretado de manera sobresaliente por un Cilian Murphy al que imagino
recogiendo todos los premios de la temporada, como también espero que lo haga
Robert Downey por su interpretación del cínico Lewis Strauss – en lucha contra
sí mismo y contra un sistema. En este sentido, la película aborda cuestiones
éticas y políticas que están más allá de la biografía que nos narra y que nos enfrentan
a algunos de los precipicios en los que la historia de la Humanidad se asomó en
el siglo XX. Lo más interesante, y humano, del físico protagonista son sus
contradicciones, sus interrogantes, sus lealtades y también sus miserias. Todo
ello en el marco de unas reglas del juego, que no son sino las que dicta el
poder, que acaban irremediablemente condicionando las convicciones personales y
la esfera de autonomía del individuo, por más genial e inteligente que sea. Uno de los grandes debates, sin duda, en
cuanto a la responsabilidad de los científicos y en cuando al finísimo hilo
sobre el que andan cuando ponen sus descubrimientos teóricos inicialmente al
servicio de unas praxis políticas cuyos intereses siempre pueden ser cuestionables. Lo mismo pueden salvar a la Humanidad que destruirla, como, sin llegar a esos extremos, seleccionar qué parte de ella se acoge a los beneficios y cuál a los perjuicios. En fin, la difícil tesitura que supone siempre hacer compatibles los productos
de la mente con los compromisos que derivan de las convicciones. ¿Ética de los
principios versus ética de la responsabilidad? ¿Los límites derivados de la dignidad como posibles vallas frente al uso de la ciencia?
En medio de esta tensión, es prácticamente inevitablemente que individuos como Oppenheimer acaben siendo sacrificados o que ellos mismos asuman su lugar como mártires, tal vez la única escapatoria del pozo en que puede hundirles ver como sus manos también han ido parte de las que han pulsado el botón de la barbarie. Una terrorífica salida que tal vez debería hacernos pensar en cómo la ética del cuidado debería convertirse de una vez por todas en la que le ajustara las tuercas a la invalida ética de la justica. La paz imperfecta solo será posible desde esa dimensión antipatriarcal de las democracias. El sueño de la paz cosmopolita y de la horizontalidad.
Si algo nos deja muy
claro Oppenheimer es que ese sistema que vemos reflejado en la historia,
y que no es sino un sistema en el que varios poderes – científicos, políticos,
militares – se retroalimentan -, es una estructura masculina y masculinizada.
Somos nosotros, y solo nosotros, quienes aparecemos como los genios, los jueces
y los administradores de los recursos. Los que ocupamos los despachos y los que
dictamos las reglas. Las mujeres, como bien vemos en la película, se reducen a papeles
secundarios – las esposas sabias pero en un segundo plano, las amantes desgraciadas,
las secretarias fieles y casi invisibles – porque son sus maridos, sus padres,
sus novios, quienes mecen la cuna. Y todo ello pese a que, como sucedió en el
proyecto Manhattan, fueron también muchas las mujeres que formaron parte de la
maquinaria y no solo como accesorios de los sujetos masculinos. Muchas de ellas
además tuvieron una importante voz crítica y sus aportaciones fueron esenciales
(https://es.wired.com/articulos/las-mujeres-detras-del-proyecto-manhattan-que-ignoro-oppenheimer-de-christopher-nolan
) Otra cosa es que al macho Nolan le interese poner el foco en ellas, cuando
parece conformarse con el retrato estereotipado de la mujer entregada a sus
pasiones y psicológicamente inestable – la Jean que interpreta una estupenda Florence
Pugh - o con la “señora de” que, pese a
tener su propio criterio y hasta más entereza moral que el marido, aparece
siempre como una suerte de “pepito grillo” incómodo y que, pase lo que pase, se mantiene en su
papel de fiel compañera y cómplice del genio. El rostro casi permanentemente
malhumorado e infeliz al que da carne Emily Blunt es un buen ejemplo de
personaje femenino construido desde el estereotipo y la falta de empatía.
Nunca
vemos en la película a mujeres con voz propia y que actúen en función de ellas
y no de los hombres protagonistas. Incluso
escuchamos cómo se subraya de manera positiva su papel de reproductoras y
continuadoras de la especie en medio del desierto. Todo ello mientras que, en ocasiones, J. Robert, con su sombrero y su pitillo, bien podría pasar por un heredero de John Wayne. De esta manera, el círculo se cierra de manera
perfecta porque nos dibuja el esquema básico que durante siglos el patriarcado
ha ido proyectando en la Humanidad: los hombres que se creen dioses, los
hombres que controlan el mundo, los hombres que usan la violencia como amenaza
frente a otros hombres. El tablero perfecto de un sistema que genera bellezas
pero también monstruos, posibilidades pero también amenazas. Los varones que,
herederos de Prometeo, pueden convertir el fuego en rayos devastadores.
Convertidos en la muerte, en destructores de mundos. Los genios creadores a los
que siempre queda en última instancia la posibilidad de convertirse en mártires a
los que rezamos en el altar de la masculinidad. Esa diosa que hoy, bajo el paraguas de la igualdad formal, corre el riesgo de convertirse también en referente para las mujeres.
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